¿Nada que celebrar? Del México que rompió cadenas al México que cancela fiestas

Eleana Carrasco
En otro siglo y en otro contexto, la Independencia de México fue obra de valientes que arriesgaron todo para romper cadenas. Hoy, doscientos quince años después, en Culiacán y otras partes de Sinaloa, esa memoria parece sofocada por el miedo… pero no todo el miedo es igual. Hay quienes viven resguardados, desde su comodidad y privilegio, exigiendo cancelar los conciertos del Grito. Ignoran que para muchas familias estas celebraciones eran un respiro, una pausa en medio de décadas de violencia y desigualdad. Este punto álgido en la guerra del narco no sorprende: es el resultado de muchos años de solapar y normalizar la violencia que sigue marcando la vida de todos.
La guerra del narco nos ha arrebatado demasiado: vidas, seguridad y tranquilidad. Mientras el pueblo común lucha por sobrevivir y llevar sustento a sus casas, algunos prefieren clamar cancelaciones como si la ciudad fuera su patio privado. Se atribuyeron la voz de un pueblo por el que no sienten empatía, olvidando que la plaza pública pertenece a todos: familias, jubilados y trabajadores que no pueden costear espectáculos. Para ellos, el Grito era una celebración gratuita, un respiro simbólico de la tensión que vivimos.
Muchos de estos críticos jamás han puesto un pie en la explanada de gobierno para celebrar el Grito, salvo cuando les convenía por cercanía con gobiernos anteriores. Piden cancelaciones sin entender el peso emocional y cultural para quienes viven con lo justo. Lo hacen desde la ficción mediática, sin datos ni contacto con la realidad de las calles.
¿Qué tantas de esas personas realmente desean que vuelva la mal llamada “normalidad”, que no es más que un estado de contubernio con el narco como en gobiernos anteriores? Esta guerra nos afecta a todos, porque estamos en medio de la violencia organizada, y no va a terminar de un día para otro. Exigir cancelaciones mientras se ignora esta realidad es un lujo que solo se pueden permitir unos miles y somos más de un millón de ciudadanos atrapados en esto.
Resulta profundamente contradictorio reclamar marchas por la paz en Sinaloa y, al mismo tiempo, oponerse a un festejo nacional que celebra nuestra libertad y soberanía. Hay quienes, indignados por la violencia que nos rodea, se niegan a eventos que nos acercan a la normalidad y nos permiten compartir en comunidad, todo por su descontento hacia el gobernador y nublados por intereses políticos ajenos. Olvidan que celebrar no es frivolidad: es un acto de resistencia, un recordatorio de que seguimos siendo un país libre y que nuestra identidad se construye también en la plaza pública, en la memoria y en la alegría compartida.
Entre protocolos de seguridad y cancelaciones de último minuto, el Grito dejó de ser fiesta y se convirtió en un recordatorio brutal: vivimos sitiados. Y quienes clamaban por cancelar parecen olvidar que la verdadera violencia es ver cómo se cercena la alegría y la memoria del pueblo.
No podemos ignorar nuestra complicidad: celebramos una economía nutrida por el lavado de dinero y aplaudimos, consciente o inconscientemente, a la narcocultura que se infiltró en nuestra vida cotidiana. Elevamos los precios de todo porque el flujo de dinero nos beneficiaba, desde renta y venta de casas hasta la comida, con lo ilógico que resulta siendo un estado exportador que alimenta al mundo: pescadores, agricultores, ganaderos y más.
¿Qué perdimos al cancelar? El derecho social al festejo. El espacio público. El orgullo colectivo. La posibilidad de recordar nuestra historia, de honrar a nuestros héroes en comunidad, no solo en casa. Respirar sin miedo. Cantar juntos. Disfrutar un espectáculo gratuito, con transporte seguro.
¿Quién decide cuándo es seguro celebrar? ¿El gobierno, los haters, los que tienen voz mediática o quienes viven día a día con miedo en Sinaloa? Suspender puede ser lógico, pero también nos obliga a reflexionar qué tan normal hemos aceptado lo extraordinario: que vivir con miedo sea parte de lo cotidiano.
A los que dicen que “no hay nada que celebrar”, les recuerdo: el Grito no es de Culiacán, es de México. Es orgullo nacional. Y tampoco importa que Miguel Bosé no sea mexicano. La celebración trasciende ciudades, fronteras y privilegios.
La cancelación no dejó solo un escenario vacío. Fue señal de que algo se perdió: la fe en que podemos vivir juntos, celebrar juntos, recordar juntos. Mientras esa fe se debilite, estaremos cedidos al silencio que impone la violencia.
Quizá, algún día, celebremos de nuevo en plazas llenas. Pero no bastará con que cese la balacera. Celebrar es también resistir. Retomar lo que nos han arrebatado. Y ese derecho —el de vivir sin miedo— no debería estar sujeto a privilegios, sino garantizado para todos.