Caen las dictaduras: ¿qué ocurre entonces con sus seguidores?

Miguel Henrique Otero

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, tras la capitulación de los nazis, unas preguntas aparecieron de inmediato entre los vencedores: ¿podía considerarse a la mayoría de la sociedad alemana cómplice de la dictadura de Hitler? ¿Sabían los alemanes corrientes y ajenos a la cúpula hitleriana lo que ocurría en los campos de concentración y que en ellos habían sido asesinados millones de judíos? ¿Acaso podía creerse que esposas y familiares de los SS desconocían en qué consistía “el trabajo” que sus esposos hacían en los campos?

Un año después del fin del hitlerismo, el sociólogo católico y periodista alemán Eugen Kogon publicó (1946) su estudio pionero sobre los campos de concentración. En el capítulo final de ese libro –que no ha perdido su urgente vigencia– Kogon se atreve a decir lo que en unas pocas semanas había sido envuelto en un manto de silencio: la mayoría sabía (“Todos los alemanes habían sido testigos de las múltiples atrocidades antisemitas; millones habían visto con indiferencia, indignación, curiosidad o malicia la quema de sinagogas y la humillación de hombres y mujeres judíos. Muchos alemanes pudieron saber algo de los campos de concentración por las emisoras extranjeras. Hubo algunos que tuvieron contacto con los concentrados a través de las cuadrillas exteriores. No pocos alemanes toparon en las calles y en las estaciones con desafortunadas comitivas de prisioneros”). Sabían y escogieron callar, mirar hacia otro lado.

Un poco más adelante, en 1951, Milton Meyer, un periodista judeoamericano, se mudó con su familia a Kronenberg, pequeña ciudad alemana, para insertarse en el tejido social –incluso al extremo de cultivar hondas y duraderas amistades–, y, desde adentro, entender cómo aquellos hombres, cómo aquellos conglomerados familiares habían apoyado el ascenso del hitlerismo; cómo se posicionaban ante cuestiones capitulares como el antisemitismo; por qué una buena parte de ellos se afilió al partido nazi; cuánta información recibían sobre los asesinatos de masas; si eran críticos o no ante aquellos hechos; y, fundamental, qué clase de pensamientos desarrollaron, una vez que el régimen hitleriano comenzó a derrumbarse y, tras el colapso militar, el suicidio de Hitler y la rendición del ejército alemán, entre abril y mayo de 1945, cuando fue evidente que el Tercer Reich se había acabado para siempre.

No solo periodistas e historiadores, también magníficos novelistas han investigado para escribir ficciones documentadas que intentan responder a la interrogante de qué ocurre, no con las vidas, sino con las emociones y las explicaciones que se dan a sí mismos y a los demás, los que alguna vez fueron aliados activos o pasivos, próximos o distantes, muy o poco informados, simples ciudadanos o funcionarios de dictaduras o regímenes totalitarios como los de la Italia de Benito Mussolini, la Alemania comunista de Wilhelm Pieck y Walter Ulbricht, la Rumanía fascista de Nicolai Ceausescu, la Argentina de Jorge Videla o el Chile de Augusto Pinochet. Qué sentían, qué pensaban, cómo procesaron el derrumbamiento de los respectivos poderes a los que alguna vez habían dado su apoyo.

Una posible bibliografía básica, que incluya libros de ficción, dedicada a este sensible asunto, sorprendería por su extensión. Sin embargo, a pesar del carácter único y casi incomparable de cada testimonio, del libro de Milton Mayer (publicado en 1956 con el nombre de “Creían que eran libres”) es posible establecer una serie conductas prototípicas, que responden a la pregunta de qué ocurre con los seguidores de las dictaduras, cuando éstas se acaban. 

Cuando caen las dictaduras, de forma automática, se cortan los lazos político-policiales, se fracturan los mecanismos de presión directa que el poder totalitario ejerce sobre cada ciudadano, sobre cada familia. Y bajo el impulso de esa recuperada sensación de libertad, sucede, con inusitada rapidez, un rompimiento de la complicidad entre los pocos que mantenían alguna lealtad con el régimen finalmente derrotado. De forma simultánea, entre la mayoría perseguida por la dictadura, la instauración de un ambiente de libertades, da paso, a una conducta social generalizada de olvido y paso a la gestión de la nueva vida, del futuro: esa ha sido la experiencia predominante en Europa y América Latina, una vez que las dictaduras han sido liquidadas por la acción de las armas o por la acción política civil.

Llegado a este punto del artículo, tengo todavía pendiente la respuesta a la cuestión de cuáles podrían ser las conductas de los reductos del madurismo cuando luce inminente el final de la dictadura, cuando culmine de una vez por todas el estado de agonía en el que el régimen ha ingresado de forma irremediable. Mi sospecha, fundamentada en casos de otros países, es que los últimos miembros del régimen se refugiarán en el silencio, en sus múltiples modalidades: los que han pertenecido a las estructuras del Partido Socialista Unido de Venezuela se exonerarán a sí mismos y señalarán a otros; o dirán que no asistieron a estas u otras reuniones; que no denunciaron a nadie; que no conocían a los dirigentes, ni mucho menos habían recibido instrucciones de presionar o perseguir a sus vecinos. Por supuesto, se producirá el surgimiento de una nueva categoría de víctima del régimen: el militante obligado y humillado, el “pesuvista” que ha vivido con una espada de Damocles sobre su cuello, el hombre o la mujer de franela roja que, por años, había vivido bajo la coerción constante de toda clase de amenazas. Los oiremos, pueden estar seguros.

Lejos de ser malas noticias, el que se evaporen los deseos de venganza entre las verdaderas víctimas hacia sus victimarios, porque las energías tendrán que concentrarse en la reconstrucción del país, y que los cómplices se diluyan en relatos de victimismo y olvido, ratificarán que la dictadura ha sido liquidada y que la nación venezolana se enfocará en construir una nueva convivencia en libertades y democracia.

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