Tras Francisco: ¿qué sigue para la iglesia?

Laura Rojas
La muerte del papa Francisco marca el fin de una etapa crucial en la historia reciente de la Iglesia católica. Con más de 1,400 millones de fieles, esta institución no solo es la confesión religiosa con mayor número de creyentes en el mundo, sino también una fuerza geopolítica única. Es la única Iglesia cuya sede es un Estado soberano, la Ciudad del Vaticano, y la única confesión religiosa que posee un asiento como observador permanente en la Organización de las Naciones Unidas. Esta posición confiere a la Iglesia católica un peso político y moral de enorme alcance, capaz de influir tanto en la vida espiritual como en los debates globales.
Durante su pontificado, el papa Francisco abrió caminos importantes hacia la inclusión de sectores históricamente marginados dentro de la iglesia. Aunque no cambió la doctrina, sembró semillas de apertura hacia los católicos divorciados, las mujeres y la comunidad LGBTQ+. Permitió que, bajo condiciones específicas, los divorciados vueltos a casar pudieran acceder a los sacramentos, impulsó una mayor participación de las mujeres en cargos de responsabilidad en el Vaticano y promovió un discurso de acogida hacia las personas LGBTQ+, recordando que, en palabras suyas, “¿Quién soy yo para juzgar?”. También pidió perdón por los abusos sexuales de sacerdotes a menores e hizo más estrictas las reglas internas al respecto.
Aunque para algunos estas acciones fueron insuficientes, es mucho más de lo que nadie ha hecho en una institución milenaria que se mueve más lentamente que la erosión. El futuro de estas semillas de inclusión será decisivo para la Iglesia. Según estimaciones recientes, aproximadamente entre 3% y 7% de la población mundial se identifica como parte de la comunidad LGBTQ+, mientras que entre el 3.8% y el 5% de las personas adultas a nivel global son divorciadas. Ignorar a estas poblaciones implicaría dejar fuera de la vida eclesial a cientos de millones de personas. El siguiente papado enfrenta, por tanto, el reto de hacer que esas semillas de apertura fructifiquen en cambios concretos que hagan de la Iglesia un espacio verdaderamente acogedor para todos sus fieles.
Además de las cuestiones internas, el papa Francisco también redefinió las prioridades sociales de la Iglesia, poniendo en el centro de su acción pastoral a los pobres, los migrantes, y los más vulnerables. Su llamado constante a ser “una Iglesia pobre para los pobres” devolvió fuerza a uno de los principios fundamentales del cristianismo: la opción preferencial por los más desfavorecidos. Es imperativo que el próximo papa continúe esta línea de acción, no solo en términos de caridad, sino de incidencia política global.
La influencia diplomática de la Santa Sede, gracias a su estatus internacional, puede ser crucial para presionar a los gobiernos a atender las crisis más urgentes de nuestro tiempo. La crisis climática, que Francisco denunció en su encíclica Laudato si’, requiere una voz ética que reclame un cambio de modelo hacia uno más sostenible y justo. De igual manera, los desafíos éticos que plantea el avance de la ciencia y la inteligencia artificial exigen la reflexión de una autoridad moral capaz de equilibrar el progreso tecnológico con la dignidad humana.
La tolerancia entre pueblos y religiones, otro de los ejes de su pontificado, será vital para contrarrestar el avance de los nacionalismos y los discursos de odio. Asimismo, en un contexto mundial marcado por la violencia y los conflictos armados, la promoción activa de la paz debe seguir siendo una prioridad innegociable para la Iglesia. En los años recientes promovió el cese de los conflictos actuales incluyendo los no tan publicitados como el de Yemen, y su último mensaje público, el Domingo de Resurrección de 2025, reiteró su llamado a un alto el fuego en Ucrania y Gaza.
El papa Francisco movió a la iglesia en una dirección clara hacia la apertura, la inclusión y la defensa de la dignidad humana en un mundo en transformación. Muchos esperamos que su sucesor continúe ese camino, con valentía, sabiduría y compasión, para que la iglesia católica siga siendo una voz relevante no solo para sus fieles, sino para toda la humanidad.