Las desventuras de la virtud

Rafael Cardona

No intenta este pudorosa columna lograr equivalencia de un personaje literario con una doctrina política, porque no guarda relación alguna un personaje literario hundido en la miseria de una vida despojada de la dignidad, como dice la historia de la malsinada Justine –creación imaginaria del perverso y cruel marqués de Sade, cuyo nombre como todos sabemos era Donatien Alphonse François de Sade– con un movimiento de redención histórica cuya finalidad es la transformación (por cuarta ocasión), de la realidad social y política de un país cuyos pesares son conocidos desde los tiempos de la resistencia indígena, aunque haya un punto de comparación entre una mujer sometida a los caprichos lascivos de comerciantes, monjes, cortesanos, mujeres proxenetas y demás, con la historia de la patria y su perpetua cruzada moral iluminada una filosofía política: la virtud nacional.

Como dice el arranque del ya dicho relato de desgracias:

“…ofrecer por doquier el vicio triunfante y la virtud víctima de sus sacrificios; mostrar a una desdichada yendo de infortunio en infortunio (tal la patria misma); juguete de la maldad; peto de todos los excesos; blanco de los gustos más bárbaros y más monstruosos; aturdida por los sofismas más osados, más retorcidos; víctima de las seducciones más arteras, de los sobornos más irresistibles; teniendo únicamente para oponer a tantos reveses, a tantos males, para rechazar tanta corrupción, un espíritu sensible, una inteligencia natural y mucho valor; arrostrar en una palabra las pinturas más atrevidas, las situaciones más extraordinarias, las máximas más espantosas, las pinceladas más enérgicas, con la única intención de obtener de todo ello una de las más sublimes lecciones de moral que el hombre haya recibido: convendremos que era llegar al objetivo por un camino poco transitado hasta ahora…” La virtud, pues.

La virtud comprendida como una actitud firme, dispuesta y estable –nos dice el catecismo católico–; una perfección habitual del entendimiento y de la voluntad para regular nuestros actos, ordenar nuestras pasiones y guiar nuestra conducta según la razón y la fe.

Las virtudes –se sabe–, “proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso (y la mujer, no se olvide, don Catecismo) es quien practica libremente el bien”, porque –como conocemos— “las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino”.

También sabemos cómo si se anhela la Cuarta Transformación, bueno es aludir a las cuatro virtudes cardinales (por desgracia entre ellas no esta Claudia Cardinale), las cuales –de sobra lo sabemos–, son prudencia, justicia, fortaleza y templanza” (las teologales son fe, esperanza y caridad), todas ellas fruto del esfuerzo tenaz.

Templanza, como tuvo Jesús Solórzano, quien era el “Rey del temple” aun cuando ese término alude a la suavidad dominante en el toreo, arte cercano a la prohibición extintora y del cual nos ocuparemos en ocasión cercana.

Pero el asunto es simple: la virtud a veces conduce, en contra de la enseñanza canónica, cuya recompensa es la cercanía con la divinidad y el estado de gracia, a la infelicidad y la desgracia. Esa quiso ser la paradójica enseñanza del divino marqués, porque sus personajes, Justine o Juliette, no actuaban movidas por la concupiscencia o la lujuria; eran víctimas de estas diabólicas pasiones por parte de los otros quienes de ellas abusaban hasta puntos de indecible repugnancia, crueldad y abusos de toda clase precisamente por su virtuosa intención de vivir en armonía “con el amor divino”.

¿O usted acaso no se ha percatado de cuantas veces la 4T ha sido “peto de todos los excesos; blanco de los gustos más bárbaros y más monstruosos”, en cuántas ocasiones no ha quedado en el Zócalo o fuera de él, “ aturdida por los sofismas más osados, más retorcidos”, ¿cómo ha sido; “víctima de las seducciones más arteras, de los sobornos más irresistibles; teniendo únicamente para oponer a tantos reveses, a tantos males, para rechazar tanta corrupción, un espíritu sensible, una inteligencia natural y mucho valor”?

Esos son los puntos de comparación, sobre todo cuando la virtuosa doctrina choca ya no digamos contra la maldad humana sino con la crueldad de los malévolos hados, porque dígame usted si no se trata de un caso de virtud desventurada organizar con todo el costo y el gasto y el esfuerzo una gran concentración para salvar a la patria de las asechanzas del imperio del mal, y ver cómo de regreso a Oaxaca entre el júbilo y la romería, se nos desbarranca un autobús lleno de peregrinos de la democracia transformadora y se nos mueren tantos inocentes compatriotas en aquella tierra sabiamente gobernada por Don Salomón Jara, quien de entre todos los herederos de las virtudes cardinales y republicanas de Don Benemérito, ha sido el más a la mano para llevar adelante la virtud republicana en contra de los entreguistas y vendepatrias.

La verdad no es comprensible, cómo si nosotros somos pacifistas, justicieros, si hemos hecho de nuestro país un vergel de civilidad, si nos preparamos para un segundo piso de auge y apogeo del Humanismo Mexicano, los adversarios nos salen ahora con los hallazgos interesados de campamentos enteros, invisibles a los ojos humanos, quizá por estar cubiertos con telones tan mágicos como la capa de Harry Potter, en la cual se envolvían de tiempo atrás los discípulos de Calderón y García Luna, porque a pesar de la presencia de la Guardia Nacional, desde hace ya más de seis años, en todos los rincones y esquinas de la patria, nadie supo nada como ocurría con las leyendas radiofónicas del Monje Loco.

Pero la nación no se desviará del recto sendero de la virtud republicana. Los enemigos de México, los de afuera y principalmente los de adentro, se van a estrellar contra el muro de la prudencia, el temple y la cabeza fría. Contra ellos el ángel de la justicia blandirá y, si es necesario, hundirá la espada de la verdad y el humanismo.

Sólo siendo buenos, podremos ser felices, tal y como nos enseñó el profeta, quien nos mira y protege con la serenidad de su distancia desde su selvático retiro desde donde habrá de volver –algún día— a juzgar a los vivos y a los muertos, mientras su hijo bienamado es hoy centro y foco de atención serena.

Lo demás son desventuras de la virtud.

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