Política total y el “todo se vale”
Ernesto Hernández Norzagaray
No sé si esa expresión está en los escritos de los teóricos de la ciencia política o de los estrategas de la política operativa, lo que si sospecho es que a la lógica maquiavélica le subyace y toma cuerpo en la máxima extrema de que “el fin justifica los medios”, es decir, que todo se vale en la conquista y la conservación del poder, como lo estamos viendo, nítidamente, en estos días en México.
Se vale, ¿cómo siempre?, poner todos los recursos de los gobiernos al servicio de unos partidos y sus dos decenas miles de candidaturas a cargos de elección popular; se vale que el presidente López Obrador haya hecho campaña desde el púlpito mañanero a favor de su candidata y atacado a la candidata de la oposición; se vale el financiamiento paralelo al oficial, incluso, el proveniente del crimen organizado.
Se vale, además, anular candidaturas competitivas opositoras para beneficiar a las propias que ni campaña necesitan; se vale el asesinato de candidatos y candidatas de todos los partidos sin que haya detenidos y culpables; se vale que los gobernadores y alcaldes hayan tenido cuotas de votos por estados y municipios con cargo a los presupuestos públicos y financiamiento ilegal; se vale que al día siguiente de las elecciones generales la secretaria de Gobernación haya salido a tirar línea de cómo debería quedar la integración del Congreso de la Unión para garantizar sobrerrepresentación y con ello mayoría calificada para su partido y aliados, quedando, al menos en la Cámara de Diputados, hasta el momento de escribir este artículo y, ya sabremos, si ocurre lo mismo en la Cámara de Senadores, donde a Morena y sus aliados les falta un voto para que tengan igualmente mayoría calificada en la cámara alta.
Se vale, pues, retorcer la ley electoral para obtener beneficios políticos electorales; se vale intimidar o persuadir a consejeros y magistrados electorales para alcanzar mayorías artificiales a cambio de futuras promociones político administrativas; se vale no escuchar a interlocutores legítimos que pudieran ser afectados por decisiones constitucionales; se vale igual cooptar a quienes fueron votados por una opción distinta a la hoy hegemónica; se vale también transferir representantes populares de un partido a otro para conquistar mayorías que no arrojaron los votos depositados en las urnas; se vale poner al servicio de esa mayoría los medios de comunicación, incluso, se vale, eliminar de los medios voces críticas que estorban a la narrativa oficialista; se vale estimular el transfuguismo de un partido a otro.
Vamos, se vale, en esa obsesión desmedida por el control absoluto, poner en riesgo al país con una reforma judicial que altera los humores públicos y provoca manifestaciones masivas sin que sus promotores sean escuchados; se vale mediante la pretendida reforma judicial tensar las relaciones con los socios comerciales de América del norte y provocar burbujas de inestabilidad en los medios y mercados internacionales; se vale por esas mismas razones hacer inviables inversiones que generan trabajo e ingreso a millones de familias, como también, ingresos fiscales para sostener las políticas públicas y sociales asistencialistas para millones de mexicanos; se vale proponer eliminar los organismos autónomos garante de derechos bajo el garlito de la corrupción cuando a todas luces buscan afectar derechos humanos conquistados como son la transparencia y la rendición de cuentas.
Se vale incluso dejar a la presidente electa una serie de reformas que no será fácil administrar financieramente y que está elevando ya el costo de riesgo país con fuga de capitales; se vale pretender acabar con el sistema mixto de representación con el fin de desaparecer las minorías políticas buscando generar un sistema de partido casi único; se vale además acabar con la carrera judicial para imponer un mecanismo de selección de jueces, magistrados y ministros mediante el mecanismo de voto popular donde los resultados estarán controlados.
Se vale, pues, una regresión de lo logrado durante el largo periodo de reformas electorales y la construcción de instituciones en nuestra singular transición a la democracia donde la izquierda reformista hizo una contribución valiosa incluso de ella abrevaron numerosos personajes que ahora están en la tarea de la destrucción de lo que ellos mismos construyeron.
Paradojas, si, que frecuentemente vemos en los países más autoritarios de América latina, que provocan una débil institucionalidad democrática, donde aflora constantemente el conflicto social y político.
En regímenes hiper personalistas y clientelares que rayan en lo dictatorial sin que esto signifique un mejor sistema de vida y por esos gobiernos fallidos, la migración hacia el norte es la más brutal manifestación de su deterioro lo que ha provocado alertas, incluso, en países con gobiernos afines política e ideológicamente.
Y en este contexto de tensión, lo sorprendente, es que el ascenso de la primera mexicana a la presidencia de la República festinado por mujeres y hombres progresistas no tiene su correlato con las tradiciones de relevo en ese cargo donde el que se va tendencialmente se hace pequeño para que quien llegue crezca, se vea inmenso, esperanzador.
No, lo que hemos visto desde el 2 de junio, es al presidente López Obrador mostrando, una y otra vez, que es el líder y que seguirá siéndolo, no sólo hasta el último minuto sino después, como se expresa en el mimetismo narrativo, los cargos para los suyos en el nuevo gobierno, los compromisos de post campaña y la reverencia ante el poder no surgido de las urnas sino de quien asume que todos se la deben y todos, absolutamente todos, deben pagar su cuota.
O sea, todo se vale, y esa política total, personalizada, es nuestra mayor debilidad como nación, aunque, claro, hay quienes ven en ello la quintaesencia de nuestra democracia de la que abrevaran otras naciones.