Renunciar a la voz

Azucena Cháidez

En medio de la multitud es fácil perder la voz. O sentir que se magnifica. La construcción de las narrativas sobre lo que sucede a nuestro alrededor está dominada por esos silencios y esos megáfonos. Esas narrativas -las historias o relatos que como sociedad contamos en torno a una idea-, se convierten en parte del imaginario popular, repetir mil veces algo, a veces pareciera que lo hace real. ¿Resulta cierta la eterna maldición de la profecía autocumplida?

Tantas veces escuchamos y hasta participamos en conversaciones informales sobre problemas que nos aquejan como sociedad, como grupo o como comunidad, cuestionándonos al final … pero ¿qué puedo hacer yo? ¿En qué va a cambiar lo que yo diga? Como si todo estuviera dicho ya, como si las cartas estuvieran echadas ya sin posibilidad de cambiarlas. Aun cuando a los seres humanos nos gusta pensar que tenemos libertad de elección, estas actitudes y acciones -o inacciones- hacen parecer que estamos predeterminados, que elegir es una ficción.

Hay un creciente número de estudiosos, desde la filosofía hasta las neurociencias que analizan cómo nuestra capacidad de agencia es limitada: estamos predeterminados por el lugar, la familia, las condiciones políticas, sociales y ambientales que nos llevan a tomar decisiones en un sentido o en otro. Y, sin embargo, la pregunta prevalece una y otra vez. ¿Tenemos la posibilidad real de elegir?

En la vida política esta pregunta cobra especial importancia, ya que estamos llamados a elegir entre candidatas y candidatos, desde alcaldes y diputados hasta la presidencia. Estamos llamados a hacer notar nuestra voz. La voz, sobre todo la voz pública, es algo extraño. Como un músculo. Si no se usa se atrofia y pierde su propósito. O se olvida su propósito. Estos días de campañas electorales hacen que muchos piensen que todo está decidido. Que hay fuerzas en movimiento que provocan que lo que una persona opine no sea relevante. Sin embargo, se nos olvida que la mayoría se forma por la suma de individuos que deciden hacer uso de su voz. Creer que todo está resuelto lleva a unos pocos a decidir con base en su visión. Las elecciones son un paso para darnos voz como ciudadanos, para construir una democracia sustantiva. La participación ciudadana en las elecciones importa. Salir a votar hace una diferencia. Salir a votar y no sólo quejarnos desde la comodidad de las redes, cambia tendencias, y con ello a la gente en el gobierno que representan posiciones y proyectos muy distintos. Ahí empieza nuestra voz.

No salir a participar en una elección—o anular el voto—equivale a dejar que las decisiones las tomen aquellos que sí participan. Los votos anulados, los votos que no se emiten, aunque se quieran utilizar como forma de protesta, al final del día no cuentan. La elección se decide a partir de quienes salen a votar. Por esta razón cuando leemos encuestas que se hacen públicas la intención de voto efectiva sólo considera como 100% a quienes manifiestan su intención. La no respuesta se elimina. Porque esa es la forma en que sucede el día de la elección: la no respuesta o los votos nulos se eliminan.

La democracia formal implica escuchar la voz de las y los ciudadanos: cada voto tiene el mismo peso. Lo que salimos a decidir el día de la elección es mucho más que un incendiario monólogo en redes sociales es el proyecto de país al que le apostamos. El que no nos convenza ninguno, es válido. Para ello hay opciones que aún si no ganan hoy un puesto político tienen oportunidad de ser representados en los espacios pensados para escuchar minorías, como lo es la representación proporcional en el Congreso. El libre albedrío no es una ilusión, pero es un hecho que la voz que no alzamos, la alzan otros. No renunciemos a nuestra voz. Salgamos a votar.

Share

You may also like...