Uso correcto y erróneo de las encuestas

Francisco Báez Rodríguez

En este mismo espacio hemos dicho que la clase política del país padece una suerte de encuestitis, porque infla la importancia de la opinión pública medida. Al mismo tiempo, no se ha preocupado por analizar realmente esta opinión, y mucho menos por analizar las metodologías de medición. Esta actitud ha tenido, a su vez, efectos sobre las casas encuestadoras, y ha contribuido a empobrecer el análisis de la opinión pública en el país.

Expliquémonos un poco más. Los políticos han tomado las encuestas como si fueran pronósticos en las carreras de caballos. Por una parte, no importa que sólo midan un momento de la opinión pública, que es siempre cambiante. Por la otra -que vale la pena subrayar-, suelen no buscar razones, impulsos o causas detrás de esa opinión, ni se ocupan en analizarla a fondo para dirigir mejor sus campañas, sino que la ven como concurso de popularidad. Ahora voy bien, ahora no voy tan bien. Fulanita sube, Perenganito baja.

Un uso racional de las encuestas de opinión parte de entender al pueblo, no como un conglomerado único, sino como una combinación de grupos sociales muy diversos entre sí, con intereses a veces coincidentes y a veces contrapuestos, y que reaccionan de manera diferente a un mismo estímulo. La gente se divide por sexos, edades, clases sociales, regiones, escolaridad, nivel de religiosidad y un montón de etcéteras identitarios. Eso nos permite ver qué grupos tienen cuáles opiniones, e ir desarrollando clusters de opinión (subconjuntos que tienen puntos de vista similares sobre diferentes temas). En cualquier caso, nunca vamos a encontrar la unanimidad con la que sueñan algunos políticos.

De ese análisis por grupos hay poco en México, y muy genérico, porque no hay quien pague por una buena desagregación.

Otra manera racional de usar las encuestas es revisando las razones que hay detrás de una opinión. Si se saben usar estas razones, el mensaje político tiene más posibilidades de penetración. El ejemplo clásico es de hace medio siglo: el de la opinión pública de Estados Unidos respecto a la guerra de Vietnam. Quienes se oponían públicamente a la guerra lo hacían por razones de rechazo al intervencionismo y a las políticas de la guerra fría; pero la razón de fondo contra esa guerra para la población en general era otra: que morían demasiados soldados estadunidenses. Al conocerse este dato, los opositores públicos a la guerra cambiaron de argumento central y retomaron el de las mayorías: el resultado fue que creció la oposición y los pacifistas ganaron la batalla por las mentes y los corazones.

Ahora en México no hay nada parecido. Sabemos, por ejemplo, que el punto débil de AMLO en la opinión pública es su estrategia contra la inseguridad. ¿A alguien se le ha ocurrido preguntar cuál es la parte de esa estrategia que más molesta? Y sabemos que su punto fuerte son los distintos apoyos sociales. ¿Sabemos cuál es el más popular y por qué?

Como nada más están siguiendo las encuestas como concurso de popularidad y se conforman con los análisis de violín, a menudo tenemos, de uno y otro lado de la arena política, una competencia de palos de ciego a la hora de hablar de asuntos concretos, más allá de las personalidades.

Luego tenemos el problema de distinguir la paja y el grano en el mundo de las encuestas. Hay algunas que se han manejado con profesionalismo durante muchos años y hay unas nuevas, que igual lo hacen. Hay otras -unas pocas viejas, muchas nuevas- que trabajan como propagandistas, en la lógica de que las encuestas son profecías autocumplidas (que no lo son) y, sobre todo, la de endulzar el oído de quienes los contratan.

El resultado de eso suele ser que, a la hora de comparar distintas encuestas, encontramos diferencias enormes en los resultados. Puede que alguna sea lo que se llama en el argot un outlier, es decir, una encuesta correctamente realizada que, por motivos de muestra, o de índices políticamente diferenciados de respuesta (los que no responden tienen una opinión definida). Lo que no puede ser es que haya bloques de encuestas con grandes diferencias entre sí: evidentemente algunas están hechas con interés.

La mejor manera para detectarlo es analizando el comportamiento de los subgrupos sociales. En un ejemplo hipotético, si vemos que los votantes del sur del país se comportan igual que los del Bajío, o que comerciantes informales y profesionistas tienen intenciones similares de voto, es que la encuesta está mal. Lo mismo, si encontramos cambios muy notables en algún grupo entre la medición y su comportamiento más reciente.

Dado que hay muchos factores que afectan el comportamiento de una encuesta, mal haríamos en fiarnos sólo de una (pero más mal haríamos en fiarnos sólo de la que nos gusta). Tampoco es útil hacer un promedio simple de encuestas, ahora que están de moda, en la vana ilusión de que el error de unas se compensará con el error de otras. Las outliers tienen que tratarse como tales, pero tampoco se pueden descartar del todo: hay que hacer un delicado balance para tomarlas en cuenta (existen métodos estadísticos para eso). Y las que hay que distinguir para echarlas a la basura son las que publican una metodología de machote para dar constantemente resultados muy agregados e improbables.

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