Los nuevos responsables de medir la pobreza y evaluar las políticas sociales

Guillermo M. Cejudo
Las reformas a la Ley de Desarrollo Social que, con la velocidad ya usual, están siendo tramitadas en el Congreso culminan el proceso de desmantelamiento del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) y el traslado de sus funciones al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Con este paso, se confirma lo aprobado en la reforma constitucional de diciembre pasado, pero se dejan muchos espacios sin definir en términos de las responsabilidades específicas para la medición de la pobreza y la evaluación de las políticas. La medición de la pobreza –cada dos años para los datos nacionales y estatales, y cada cinco para los municipios– será a partir de ahora responsabilidad de INEGI, en tanto que la función de evaluación se redistribuirá entre INEGI, que realizará la “evaluación integral” de la política de desarrollo social, y la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, que asumirá en realidad la evaluación regular de los programas, proyectos y acciones de desarrollo social.
Lo que podría parecer una reorganización administrativa significa en realidad un reto enorme para los nuevos actores. INEGI y Hacienda son instituciones técnicas y con equipos preparados, pero que deberán asumir funciones diferentes a las que realizan regularmente. Para INEGI, no se trata solamente de producir una estadística más, sino de generar información útil, desagregada y pertinente para tomar decisiones en combate a la pobreza. Y para Hacienda no se trata de volver al modelo de inicios de siglo en el que solamente se evaluaban programas aislados, con matrices de indicadores y metas definidas por los programas con un horizonte presupuestal anual, sino recuperar los avances metodológicos que permiten hacer evaluaciones integrales, en lógica de derechos y que siguen el ciclo sexenal.
Un país con los niveles de pobreza que tiene México requiere datos y análisis acerca de cómo las personas tienen acceso a sus derechos sociales y evaluaciones útiles para que los programas y políticas sociales logren resolver las carencias sociales de decenas de millones de personas y acaben con la pobreza extrema. Desde 2008, el CONEVAL cumplió esa tarea: generar información objetiva, confiable y desagregada sobre la pobreza multidimensional y evaluar si las políticas sociales realmente estaban funcionando. CONEVAL trabajó con la mayor parte de las secretarías federales, aportó insumos al debate legislativo, colaboró con gobiernos estatales y municipales y formó un grupo técnico de especialistas que seguramente seguirán contribuyendo a estas agendas en nuevos espacios. Al día de hoy, sus análisis y datos siguen siendo utilizados en las discusiones parlamentarias, la planeación nacional y en varios documentos oficiales. Lega un acervo de conocimiento, plataformas de datos, metodologías y propuestas concretas para mejorar el bienestar de la población. Y en ese proceso logró algo escaso en las instituciones públicas del país: credibilidad técnica y reconocimiento transversal, incluso entre gobiernos de signos políticos distintos.
Y ese es el segundo reto: preservar la credibilidad y legitimidad de la información sobre pobreza y sobre los resultados de la política social. Trasladar las funciones de evaluación y medición de la pobreza de una institución dedicada exclusivamente a ellas a dos organizaciones con tareas mucho más diversas tiene el riesgo diluir la importancia de ambas funciones. La medición de la pobreza no puede ser un dato estadístico más ni la evaluación de políticas un mero trámite en el proceso presupuestario. Ambas son funciones que no solo deben realizarse con rigor técnico y solidez metodológica, sino que también deben preservar la confianza de los actores políticos y de la ciudadanía.
Pero la responsabilidad no será solo de esas instituciones. La eficacia de dichas funciones siempre dependerá de la voluntad y capacidad de los gobiernos de aprovechar la evidencia para mejorar sus políticas. En México –y en otras partes del mundo– la evaluación ha sido vista con desconfianza. Muchos actores políticos la interpretan como un riesgo político. En el debate legislativo reciente, fue evidente que, para algunas legisladoras y legisladores, el dato más confiable será siempre aquel que les sea más favorable (aunque sea técnicamente impreciso) y que si las evaluaciones no afirman que un programa es un éxito rotundo se vuelven dudosas. Precisamente por ello se creó una medición oficial de pobreza, para que no fuera cada político quien escogiera la fuente más conveniente para justificar su discurso. Y también por eso se creó una institución con autonomía técnica, para que no fuera el gobierno solo aplaudíendose a sí mismo por los resultados de sus políticas.
La evaluación, cuando es autónoma, siempre será incómoda, pues ninguna política está perfectamente diseñada ni su implementación exenta de problemas. Para ser útil, la evaluación debe encontrar las oportunidades para mejorar, no solo reportar que las metas se cumplieron o que el presupuesto se ejecutó en tiempo y forma. Y hay que insistir en una idea central: la evaluación no es un fin en sí mismo, sino un medio para garantizar derechos y mejorar la acción del gobierno. INEGI y Hacienda no solo generarán información, como lo hacen hasta ahora, sino que deberán acompañar a los gobiernos, en los tres ámbitos, a construir mejores respuestas a los retos de pobreza y desigualdad, como lo hizo Coneval acompañando la Estrategia Aprender en Casa durante la pandemia, capacitando miles de funcionarios en los tres ámbitos de gobierno, ofreciendo análisis para la discusión presupuestaria cada año o generando información oportuna para diagnosticar los problemas de la población jornalera a inicios de esta administración.
No basta con saber si un programa es austero o eficiente; lo que debemos preguntarnos es si garantiza el acceso a la salud, la educación, la vivienda o una alimentación adecuada. Las preguntas de evaluación ya no deben ser solo si el programa cumple sus metas, sino que se requieren preguntas estratégicas sobre los retos, viejos y emergentes. Tampoco es suficiente que la Constitución reconozca derechos o que se anuncien programas con metas ambiciosas, solo la evaluación rigurosa puede servir como herramienta para saber si eso se está logrando. Por ello, no debemos volver a un modelo en el que solo evaluamos programas aislados y lo hacemos en una lógica presupuestal, preocupados por la gestión y la contabilidad, pero desligados de la experiencia de las personas, desconectados de lo que ocurren en la implementación en el territorio y sin perspectiva de derechos sociales.
De igual forma, sería un error deshacer los avances en la medición de la pobreza. Desde su creación, el CONEVAL cumplió con dotar a México de información confiable, comparable y técnicamente robusta sobre la pobreza y los derechos sociales. El enfoque, metodología y criterios que utilizó permitió visibilizar que la pobreza no es un fenómeno homogéneo, sino una condición que se expresa de manera distinta según el género, la edad, la región, la condición indígena, la discapacidad o el contexto urbano-rural. Más allá de los números agregados, realizó análisis por grupos poblaciones y territorios, pues la pobreza no se vive igual en todos lados. Por eso es crucial que, además de medir, se hagan análisis específicos complementados con trabajo cualitativo, para dar sentido a los datos estadísticos y ofrecer guía para las decisiones públicas. Y, desde luego, ahora que el INEGI asumirá esa función, es indispensable que la medición de la pobreza mantenga ciertos principios irrenunciables: continuidad, comparabilidad, transparencia sobre las decisiones metodológica y desagregación de datos.
El país ha tenido un cambio acelerado en las coordenadas de su política social. En los últimos años, se ha apostado por la universalización de los programas sociales, el énfasis en las transferencias monetarias, la eliminación de intermediarios y la centralización en educación y salud. Se han desmantelado programas como Prospera, Escuelas de Tiempo Completo o el Seguro Popular, y se han creado nuevos esquemas como IMSS-Bienestar o las pensiones universales. Estos cambios requieren una nueva generación de evaluaciones que permitan entender sus efectos reales, sus alcances y sus limitaciones. Al mismo tiempo, se han mantenido problemas viejos intocados: la fragmentación de los sistemas de salud, la informalidad y la exclusión de la seguridad social para la mitad de la población, las diferencias territoriales, las desigualdades de género y los casi 10 millones de personas en pobreza extrema. Y frente a ello se anuncian nuevas prioridades: el sistema nacional de cuidados, la atención a personas jornaleras, el combate a la violencia, la atención a las consecuencias de las políticas migratorias y comerciales de Estados Unidos, una política nacional de vivienda y nuevos programas de visitas médicas casa por casa. Ninguna de estas agendas podrá avanzarse sin información de calidad, sin análisis riguroso, sin capacidad de aprendizaje.
Por ello es importante cuidar la transferencia de funciones al INEGI y a Hacienda. Esta transferencia requerirá recursos presupuestales para que estas instituciones puedan cumplir su nuevo mandato, supondrá la generación de nuevas capacidades técnicas, y necesitará el respeto por parte de los políticos a la autonomía operativa y una clara voluntad política de lograr que este proceso culmine adecuadamente. Debe ir acompañada también por el respaldo y la exigencia de la sociedad civil organizada y la interacción con el conocimiento técnico en las universidades y centros de investigación. No se trata de cambiar el nombre del actor y ahorrar unos cuantos pesos, sino de asegurar que la función cumpla su propósito: mostrar, de forma creíble, si las políticas públicas están realmente mejorando la vida de las personas y encontrar formas de mejorarlas para garantizar los derechos sociales.