Teuchitlán y la narrativa de Palacio

Ernesto Hernández Norzagaray
Duele tener que decir que hay una correlación terrible entre los campos de secuestro, adiestramiento y exterminio no sólo de Jalisco, sino, también, los localizados en Chiapas, Veracruz, Guerrero, Zacatecas, Tamaulipas, Sinaloa, Sonora… y la narrativa oficial, desatendida, fugaz, de las desapariciones forzadas.
En los primeros, ya nos acostumbramos a que sean los familiares y solidarios los que encuentren un día sí y otro, también, una fosa donde están restos humanos que por alguna razón entran de soslayo en las cuentas del Gobierno será, quizá, para seguir justificando que no cuentan con la identidad de las víctimas o, mejor, para que no manchen la narrativa oficial exitosa de una reducción porcentuales en los homicidios dolosos (Bien, lo decía el profesor Holguín Quiñonez en la FCPS, de la UNAM, que la estadística servían para decir mentiritas, mentiras y mentirotas).
Sin embargo, la realidad terrible se impone a golpe de nuevos conceptos del horror con reminiscencias nazis que hablan de campos de exterminio y hornos crematorios, con la gran diferencia, en Auschwitz o cualquiera de las decenas de campos de concentración alemán, respondían a los intereses geopolíticos de Adolfo Hitler, mientras en el omnipresente Teuchitlán, responde a los intereses del crimen organizado en el sentido más amplio de la palabra.
Y, luego dicen en el oficialismo, que es incorrecta la expresión de narcoterrorismo quizá, cuando, podría ser que los fundamentalistas islámicos o los talibanes no llegan a tanto como los llamados señores del narco.
Esta semana, diversos analistas dieron cuenta de esa correlación en las cifras oficiales de homicidios y los desaparecidos, un binomio que, en México, van en forma inseparable y que lo confirman las propias cifras oficiales que demuestran inconsistencias y omisiones.
Y es que no se puede hablar metodológicamente de uno sin mencionar al otro. Cierto, se dirá que sin cuerpo no hay delito, que esa persona puede estar viva con otra identidad, pero, también, como sucedió, en Colombia que producto de acuerdos mafiosos resulta una estrategia mediática para que salieran las cuentas que quería tener el oficialismo y, entonces, los cuerpos de las víctimas empezaron a desaparecer de las calles y convertirse en desaparecidos que estaban sepultados en fosas individuales o colectivas.
Esto, es lo que estaría ocurriendo hoy en nuestro país, lo indica el creciente número de desaparecidos como, ahora, estos centros de exterminio, incluso, ¿cómo no?, que vienen acompañados con las recriminaciones partidistas, buscando hipócritamente responsables políticos, ¡cuanta desfachatez!, cuando, están, seguramente, por todos los rincones del territorio nacional.
Y hasta podríamos decir con cierta certeza que los responsables institucionales lo saben, pero, no lo divulgan, para no ser políticamente incorrectos con la narrativa oficial.
Claudia Sheinbaum debería dejar del lado el libreto de manipulación de Jesús Ramírez y hablar con la verdad a su pueblo, como lo recomienda la triada de no mentir, no engañar, no traicionar del obradorismo.
Vamos, estar en sintonía con lo que sabe cualquier grupo de buscadores que andan por el país y sobre estos escenarios macabros y que simula no saber el Gobierno con todos sus recursos humanos y tecnológicos.
Y es que, visto así, pareciera que se impone en esa narrativa “mañanera” el burocratismo de las cifras de la violencia y que por comodidad, no se abandona y, mucho menos, se cambia la metodología para que los desaparecidos cuenten y sean parte de un relato integral, pero, no como irrelevante, sino como parte de la tragedia nacional.
Que pesen en el relato de Palacio Nacional, los desaparecidos, tanto como los homicidios del crimen organizado para una política integral de este problema de seguridad nacional.
Se calcula que desde 1952 hay más de 120 mil desaparecidos, es decir, personas que fueron dadas de alta en ese registro por sus familiares y que nunca volvieron a casa o, sea, no son todas las altas en esa figura, porque no todos denuncian especialmente los de regiones de alto riesgo y, bueno, sin necesidad de hacer un reparto sexenal para expiar culpas del largo periodo priista, el panista y ahora el obradorista, pareciera, siempre, ser el problema para los voceros del régimen.
Que deberían llamar a otra estrategia de comunicación realmente humanista como gusta calificar la Presidenta Sheinbaum a su Gobierno.
Seguir en la ruta de la manipulación de las cifras con sus zonas opacas o, peor, no llamar a las cosas por su nombre llama a que muchos se pregunten simplemente, por tendencia porcentual, cuantos de los desaparecidos son los propietarios de los restos encontrados en estos centros de exterminio y que la estrategia “colombiana” de comunicación gubernamental tienda a desgastarse inevitablemente como sucedió en el país sudamericano y aquellos hayan optado, como sucede con Gustavo Petro, por no manipular las cifras que ofenden la memoria de las víctimas de la violencia política o criminal.
Y es que, está visto, que, hablando con la verdad, sin manipulación y consultando a las familias directamente agredidas o a los organismos de la sociedad civil, dedicados a estos temas, podría a empezarse a reconocer el problema de los desaparecidos y desde ahí, construir una nueva estrategia de clasificación y una narrativa más auténtica, con cara humana, la de las víctimas, no las de un libreto burocrático, como probablemente Jesús Ramírez lo recomendó por años.
Sólo así podremos ir cambiando el imaginario de la correlación entre esas tragedias familiares y el relato oficial opaco, manipulador, grosero, con las víctimas que lamentablemente viene para mal de la máxima tribuna presidencial y que como lo vimos en Jalisco, donde los que encontraron este campo, no tuvieron un asiento en la reunión donde estuvieron los miembros de la federación y del estado para analizar lo sucedido en el rancho Izaguirre.
Y, luego, podría venir el siguiente Teuchitlán.