El caso Padilla y la Revolución Cubana que siempre no fue

Carlos Ramírez

El caso del poeta cubano Heberto Padilla –arrestado en 1971 bajo el cargo de “contrarrevolucionario”– sigue dando mucho que hablar, a poco más de medio siglo sigue como herida abierta en uno de los costados morales de la revolución cubana, se recuerda como la gran derrota ideológica del movimiento revolucionario de Fidel Castro que derrocó al dictador Batista en enero de 1959, representó la ruptura de intelectuales como una revolución y podría considerarse como un caso Dreyfus 2.0 que mostró el rasgo autoritario del poder en La Habana.

En estos días está circulando una caravana por varias partes de México para exhibir el documental El Caso Padilla, en el que se incluye buena parte de la autoconfesión del poeta para aceptarse como contrarrevolucionario y acusar a colegas que lo defendieron y protegieron de ser enemigos de la revolución, pero a cambio de su libertad.

De acuerdo con la revista Letras Libres de Enrique Krauze, el documental ya fue exhibido el año pasado en San Sebastián y en las próximas semanas se prevé que también circule de manera itinerante en España. Aunque el texto íntegro de la confesión obligada de Padilla ya ha sido publicado en revistas, el tono de voz, los gestos y el ambiente de opresión intelectual queda muy bien expuesto y lanza el desafío al actual gobierno castrista de Cuba para que deje de enfocar el asunto desde la sobrevivencia ideológica de una revolución ya inexistente y acepté los abusos de poder que muy temprano obligaron a los intelectuales cubanos a someterse al modelo estalinista de exaltar a la revolución o aceptar el exilio exterior o interior.

En ese estilo autoritario de desdeñar las críticas y a los adversarios, los diferentes gobiernos cubanos de 1959 a la fecha se han negado a conocer el clima de censura de contenido a los textos y la gran derrota cultural revolucionaria que significó el alejamiento de intelectuales de la estrategia de cultural de Cuba.

El caso Padilla de 1971 –el arresto y la autoconfesión forzada– tuvo dos antecedentes: en 1968, el poeta Padilla fue premiado por su obra En mi jardín pastan los héroes, con versos que criticaban justamente a los héroes de la revolución, comenzando con Fidel Castro, a quien se referían con el apodo de El Caballo y de ahí la figura poética de los héroes pastando. El libro fue publicado por obligación, pero de modo muy significativo se incluyó un texto de los funcionarios del área intelectual del Gobierno para criticar el contenido contrarrevolucionario del poema, un acto de censura a posteriori.

Y antes, en 1961, a dos años y medio del triunfo de la revolución, ocurrió la primera y verdadera ruptura ideológica de los intelectuales con el Gobierno castrista: la administración negó autorización para la circulación del video P. M., producido por un hermano del escritor Guillermo Cabrera Infante, que mostraba la vida disipada de los cubanos en las noches y que el Gobierno de Castro consideró que daba una imagen equivocada de la Revolución; ante la queja de escritores, Fidel organizó una reunión de dos días con intelectuales para dejarlos desahogarse de sus críticas, responder con el criterio de que la Revolución determinaba toda acción del Estado y del Gobierno y que los intelectuales se sumaban a ese criterio o serían llevados a la producción manual o exiliarlos.

En esa reunión, ante una de las reacciones más tensas por la frase del muy reconocido poeta Virgilio Piñera de que “sentía miedo al poder y al Estado”, Fidel pronunció una frase que se convirtió en principio de la política cultural revolucionaria: “con la Revolución, todo; contra la revolución, ningún derecho”. Con el efecto dictatorial de este principio de poder, toda la intelectualidad del boom y zonas aledañas miraron hacia otro lado y mantuvieron su lealtad a la revolución autoritaria: Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Jean-Paul Sartre y muchos otros que cerraron los ojos a ese enfoque estalinista, hasta que llegó el caso Padilla en 1971 y la ruptura fue total, con la única excepción de García Márquez, quien siguió siendo el intelectual de cabecera de Fidel Castro.

Los intelectuales en su momento afines a Castro recibieron otros avisos intermedios: en 1967, el poeta Roberto Fernández Retamar –caracterizado por Carlos Fuentes como el sargento de la cultura cubana– mandó mensajes de que se estaba con la Revolución o contra la Revolución, en 1969 el escritor colombiano Oscar Collazos abrió un gran debate a partir de su crítica a Cortázar, Vargas Llosa y Fuentes porque sus novelas en esos tiempos eran de evasión y no exaltaban a la Revolución Cubana y definió con claridad que la novela revolucionaria latinoamericana debía tener dos fuentes intelectuales muy concretas de inspiración: los ensayos de Ernesto Che Guevara y los discursos de Fidel Castro.

El documental El Caso Padilla nada agrega el debate, aunque de alguna manera remueve viejos conflictos y recuerda que la Revolución Cubana de Fidel Castro comenzó como dictadura autoritaria y militar y que los intelectuales fueron obligados a sumarse o exiliarse. Hoy, el gobierno cubano de Raúl Castro en nada difiere del enfoque dictatorial de su hermano Fidel y tampoco se preocupa por lo que piensan los intelectuales.

En 1972, después de estallado el caso Padilla, el poeta mexicano Octavio Paz dedicó varias páginas de su revista Plural a revisar la relación de los intelectuales y la política y escribió un texto que sigue siendo vital para entender las relaciones del pensamiento y el poder: han sido los intelectuales los que han buscado subordinarse al poder y éste sólo ha puesto condiciones muy estrictas para dejarlos –en la imagen de Padilla– pastar en el jardín de los héroes, pero que los casos de intelectuales y el poder forman parte de la historia de “una pasión desdichada”.

El documental pudiera ayudar a darle una última revisión al caso Padilla como un reclamo a los intelectuales que apoyaron ciegamente a la revolución y se dieron cuenta que el poder carece de inteligencia cultural.

El contenido de esta columna es responsabilidad exclusiva del columnista y no del periódico que la publica.

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