¿Tiempo perdido?

René Delgado
Entre el gradualismo a paso lento y el radicalismo atropellado, el tiempo perdido lleva a pensar por momentos que el fracaso o la imposibilidad constituyen el destino manifiesto nacional.
En más de una ocasión la adversidad ha frenado o complicado el ansia de imaginar y realizar un país con crecimiento sostenido y progreso compartido en un marco democrático, civilizado y plural. Sí, pero más frecuentemente tal anhelo lo ha echado abajo la clase política, asesorada por santones o demonios de la intelectualidad dados a diseñar y crear instituciones sin estructura sólida, anclajes del Estado con fallas de origen en su función, costo, alcance, inclusión y calidad. Con tal de hacerse sentir por una u otra razón, esa intelligentsia hasta se pule en plantear sesudos problemas a las soluciones.
Entre estadistas de bolsillo, pensadores instantáneos y actores reacios a debatir, negociar, acordar y respetar políticas públicas perdurables, cada gobierno reforma, contra reforma y deforma instituciones hasta coronar un doble absurdo: evitar nuevos problemas porque siempre son los mismos y convertir en tradición las crisis sexenales.
La gran interrogante es cuántos años más se perderán, antes de ensayar de conjunto y de acuerdo algo distinto e indicado para darle oportunidad y perspectiva al país.
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En la orfandad política y sin ir a fondo en su defensa, los arquitectos y gerentes del concepto anterior de política y economía –democracia limitada y desarrollo desigual– se duelen y quejan sin eco de la demolición de la presunta magna obra realizada.
Miembros de ese clan se declaran, sin decirlo, padres fundadores de la transición a la democracia, así como maestros cerrajeros de la apertura económica a la modernidad. En tal condición y con espanto acusan el desmantelamiento del gran edificio que, producto de su diseño y desde su óptica, parecía un multifamiliar aun cuando era un exclusivo –que excluye– condominio de lujo, cuyo confort y majestuosidad no apreciaron las grandes mayorías, nomás por no habitarlo ni ser condóminos y por esa necia e insuperable manía de querer contar con los satisfactores básicos de su existencia. No lo valoraron, según ellos, por ese afán exhibicionista de querer ser vistos, incluidos y tomados en cuenta. Por pura envidia, pues.
En esa lógica, esos intelectuales y gerentes de aquella idea de nación sin puertas, ventanas, escaleras y pasillos comunicantes ni áreas comunes aseguran, cada que pueden –o sea, a diario o más seguido–, estar bajo la férula de un gobierno autoritario en tránsito a la dictadura. No cabe en ellos reflexionar por qué si todo iba tan bien, aunque a la velocidad de una tortuga sin patas, de pronto la gente sin elevador les dio la espalda en las urnas siete años atrás y les incrementó la dosis hace apenas un año. Negados a la autocrítica, están convencidos de algo muy simple: ello se debió al populismo y los programas sociales con que las mayorías fueron cautivadas. Ni caso revisar lo sucedido.
Qué pereza pensar, qué flojera salir a preguntar por qué ese disgusto con aquella torre mayor o mítica encristalada que las mayorías podían admirar y disfrutar con toda libertad desde fuera.
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Del otro lado, los cantautores de la revolución sin vidrios rotos, pero con instituciones derruidas, entonan la victoria sin tener claro cómo estructurar lo nuevo.
En su razonamiento, lo importante era desarmar lo hecho, impulsar programas asistenciales, realizar obras llamativas, reformar a modo la Constitución y sacarse de la manga algo aparentemente distinto, porque en la verdadera democracia todo es felicidad. Ahí, el pueblo vive electoral y eternamente agradecido, bailando y votando al ritmo de un acordeón.
Les da lo mismo si los pilares de la pretendida transformación se enclavaron en arenas movedizas, tierra caliza o recursos insostenibles y si resistirán echarles otro piso. No hay por qué preocuparse, ya que el objetivo era generar una mística y afianzar el poder con ánimo hegemónico. Si más adelante la economía y las finanzas no soportan el peso y la esperanza se desploma, ya se verá a qué conservador echarle la culpa en alguna conferencia matutina.
En la filosofía de los alegres del barranco –no los del grupo musical, sino los de la banda teórica del movimiento–, lo relevante no era ni es hacer bien las cosas, sino rápido. Reconocieron el valor de la velocidad en la política, pero la confundieron con la prisa y se fueron de boca. El punto era desplegar programas y emprender obras visibles, así estuvieran prendidas de un cable, riel, beca o alfiler y cacarearlas a lo grande, generando la emoción de un giro radical, aunque fuera superficial.
La transformación, a su parecer, no reclama contar instituciones bien plantadas, sino contar con la tramoya para cambiar la escenografía.
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Así en cuestión de años se han visto cosas increíbles.
Un instituto electoral federal, nacional y ahora en duda, haciendo mala mancuerna con un tribunal con resoluciones a la carta. Fiscales dependientes, independientes o mixtos, reticentes a rendir cuentas. Costosos sistemas anticorrupción nonatos. Secretarías de Estado que aparecen, desaparecen y reaparecen. Policías, gendarmes y guardias formando y rompiendo filas de a tiro por sexenio. Legisladores electos, reelectos e infectos. Ministros con miopía o presbicia. Partidos-partidos y movimientos inerciales. Dependencias mutantes por no estar clara su función. Agencias con rango de Secretarías. Una cancillería sin subsecretaria para el Norte de América, cuando el país gira en esa órbita…
Todo, producto de políticos talla chica y mentes brillosas, no brillantes. Si no fuera trágico, resultaría cómico ver cómo se pierde el tiempo y desvanece el horizonte.