Entre las bombas y el hambre

Mario Luis Fuentes
El ataque aéreo lanzado por Israel contra objetivos iraníes el pasado 12 de junio de 2025 marca un punto de inflexión peligroso para la estabilidad internacional. Los bombardeos alcanzaron instalaciones nucleares estratégicas en Natanz y provocaron la muerte de altos mandos militares iraníes, como Hossein Salami y Mohammad Bagheri. Irán amenaza con una nueva ofensiva basada en la utilización de drones, pero también de armas de mucho mayor poder destructivo. El mundo observa así, otra vez, cómo se reactiva una espiral de violencia con implicaciones potencialmente devastadoras.
Este episodio es lamentablemente la expresión más reciente de un orden mundial crecientemente militarizado. Desde la invasión rusa a Ucrania, el gasto militar en Europa se ha incrementado exponencialmente: solo en 2024 alcanzó los 693 mil millones de dólares. La OTAN ha comenzado a debatir públicamente la necesidad de destinar hasta el 5 % del PIB de sus miembros al gasto de defensa, superando con creces el umbral histórico del 2 %.
Los Estados Unidos de América continúa siendo el líder absoluto del gasto militar global, con un presupuesto cercano al billón de dólares anuales. China, por su parte, sigue su expansión militar, con más de 314 mil millones invertidos en 2024. Rusia, incluso en medio de su desgaste bélico, elevó su presupuesto en defensa en un 38 %. Esta carrera armamentista no tiene precedentes desde la Guerra Fría.
Todo esto nos enfrenta a una contradicción civilizatoria insostenible: hemos desarrollado tecnología para aniquilar la vida humana en segundos, pero no hemos logrado erradicar el hambre, las enfermedades curables o la pobreza extrema. Poseemos capacidades científicas para enviar sondas más allá del sistema solar, pero no hemos sido capaces de garantizar sociedades pacíficas ni de resolver la distribución de los bienes más básicos: agua, alimento, vivienda, salud, educación. Somos una especie capaz de detonar el núcleo del átomo, pero incapaz de proteger la vida y el derecho al cuidado integral de las y los recién nacidos en muchas partes del mundo.
La ética de la civilización moderna se encuentra fracturada. Hemos glorificado el dominio técnico, pero hemos dejado en segundo plano el sentido de justicia. Nos maravillamos con los logros espaciales -rovers en Marte, telescopios capaces de observar el origen del universo-, pero al mismo tiempo cerramos fronteras a migrantes que huyen del hambre y la guerra, o invertimos miles de millones en misiles, mientras millones de personas mueren por enfermedades prevenibles. Esta contradicción no es sólo un síntoma de desigualdad, sino la evidencia de que hemos construido nuestras prioridades sobre una base profundamente inhumana.
A esta deriva tecnológica sin ética se suma una peligrosa regresión política: el auge de liderazgos antidemocráticos. Vladimir Putin ha consolidado un régimen autocrático y autoritario en Rusia. Donald Trump, en su segundo mandato presidencial, amenaza con dinamitar lo que queda del consenso democrático en Estados Unidos. Javier Milei, en Argentina, despliega un neoliberalismo autoritario que desmantela derechos sociales básicos bajo la retórica de la “libertad”. En otras regiones, como Corea del Norte o China, el autoritarismo se perfecciona mediante el uso de tecnologías de vigilancia masiva y represión sistemática. En América Latina, múltiples gobiernos han transitado hacia modelos militarizados, punitivistas, o directamente dictatoriales, como ocurre en Venezuela y Nicaragua.
La emergencia y consolidación de estas figuras expresan el malestar profundo de sociedades fragmentadas, temerosas, y resentidas. Pero el mayor peligro reside quizá en que, bajo el pretexto del “orden”, se impone el miedo; bajo el discurso de la “seguridad”, se cancelan derechos; y en nombre de la “soberanía”, se desmantelan instituciones democráticas. La reflexión en torno a las relaciones contemporáneas entre los Estados debe denunciar con fuerza esta deriva: la globalización no puede ser sólo financiera, técnica o militar. Debe ser, ante todo, ética y solidaria, o terminará por devorarse a sí misma, derruyendo lo que se había logrado avanzar en la construcción de un mundo que buscaba consensar desde el multilateralismo, y que, si bien los avances eran limitados, no era una cuestión menor.
En este contexto, el ataque de Israel a Irán, más allá de su gravedad puntual y coyuntural, debe ser interpretado como un síntoma de una civilización que ha perdido el rumbo moral. Vivimos en un mundo en donde las grandes potencias legitiman sus acciones por la fuerza; donde los conflictos regionales se internacionalizan en horas; donde los liderazgos beligerantes se fortalecen con cada acto de violencia, y donde la guerra parece haberse normalizado como herramienta legítima de política exterior.
Actualmente, el mundo enfrenta 61 conflictos armados activos, según el último informe del Peace Research Institute Oslo, cifra que supera el promedio desde la Segunda Guerra Mundial y abarca al menos 36 países. 2024 se registraron alrededor de 160,000 muertes directamente por violencia bélica, de las cuales, alrededor de 76,000 se produjeron en el escenario más mortífero que es el de la invasión rusa a Ucrania; mientras que más de 122 millones de personas han sido desplazadas por conflictos y persecución. En África, Asia y Oriente Medio, combates prolongados han acelerado hambrunas, destrucción de infraestructuras y colapsos económicos, amplificando el sufrimiento humano.
Estas dimensiones representan tanto una tragedia incuantificable en vidas humanas, como una impresión ética gravísima: una civilización que no solo normaliza la violencia organizada como herramienta política, sino que legitima estructuras que condenan a millones a padecer muerte evitable, despojo y exilio.
Frente a esto, es necesario levantar una condena ética radical contra la guerra. Se trata de reconocer que cada dólar invertido en armas es un dólar menos invertido en salud, en educación, en justicia social. Se trata de afirmar que la seguridad verdadera no nace de la amenaza del terror nuclear, sino de instituciones justas, de pueblos bien alimentados, educados y derechohabientes de poderosos sistemas de bienestar, con democracias vivas. Se trata de proclamar que la paz debe significar la presencia activa de condiciones para la vida digna.
La humanidad tiene los recursos para garantizar que nadie muera de hambre, para que todas las niñas y niños tengan acceso a una vida plena, para que los pueblos decidan libremente sus formas de gobierno. Pero ha optado -con la complicidad o quizá más valdría decir, con la captura de los estados por parte de las élites económicas, políticas y tecnológicas- por priorizar el miedo, el control y la guerra.
George Steiner sostenía que una civilización puede valorarse por cómo trata a sus poetas, a sus muertos y a sus niñas y niños. Por ello, condenar la guerra es hoy un imperativo filosófico, político y ético. Porque solo en la paz puede nacer una verdadera civilización.