La grandeza americana de Trump sólo va a durar cuatro años, si bien le va; y México será su dolor de cabeza número 1

Carlos Ramírez

Aunque hay imágenes de poder en Estados Unidos que suelen verse sin mayores interpretaciones, la ceremonia de toma de posesión de Trump al interior del Capitolio que quiso derrumbar en enero del 2021 mostró un indicio de lo que significa el poder imperial: los expresidentes vivos Bill Clinton, George Bush Jr. y Barack Obama y las candidatas derrotadas Hillary Clinton y Kamala Harris certificaron el encumbramiento del 47º presidente estadounidense, a pesar de las malas caras, del rostro desencajado y de los desprecios contra Trump.

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El poder es el poder. Faltará por ver, porque no hay plazo que no se cumpla, qué hará el presidente Trump después del 22 de enero de 2029 cuando atestigüe la toma de posesión de su sucesor y pase de modo natural a la RENATA –la reserva nacional de talentos– de los políticos que termina en sus ciclos legales y quedan en el limbo de la soledad distante del poder. A pesar de ser repudiado, como expresidente participó Donald Trump en algunas cuantas ceremonias institucionales que requería protocolariamente la presencia de expresidentes.

Pero el espejo de los expresidentes que a regañadientes estuvieron en la ceremonia estará desde ahora mostrando las reglas de la temporalidad política: todos los presidentes, desde Kennedy hasta ahora Trump, se han presentado como los fundadores de nuevas sociedades y de giros espectaculares del futuro estadounidense, cuando en realidad han sido solo meros instrumentos de reacomodo circunstancial de intereses geopolíticos, con datos que la sociología americana todavía no ha sabido explicar: el tránsito del imperial Bush Sr. al frívolo Clinton, luego el arribo del incompetente Bush Jr., el giro pendular al extremo con la figura original sorprendente de un Barack Obama que se apoderaba de los escenarios y luego la pena propia y ajena de Obama de saber que su fracaso presidencial prohijó nada menos que al Trump puritano y ultraderechista que hoy toma las riendas después del también fracasado gobierno del liberal Biden, auto investido y heredero de la imagen social de Obama.

Todos esos presidentes llegaron diciendo que con ellos recomenzaba la historia y salieron entregando el poder a sus adversarios ideológicos. Trump habla de una era dorada, una edad de oro, un nuevo futuro, una nueva sociedad, y tendrá como espacio de expresión el tiempo político real y ficticio que tenga sus cuatro años de gobierno, pero desde ahora es posible suponer que llegará algún otro político republicano o demócrata para decir que con él nuevamente va a recomenzar la verdadera historia de grandeza de Estados Unidos.

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La ceremonia de toma de posesión de Trump el lunes 20 exhibió quizá la parte más importante de su arribo al poder en tres realineaciones políticas: el control del Partido Republicano en las dos cámaras, la consolidación de la plutocracia multimillonaria quien tendrá en sus manos la definición de ese futuro de grandeza de Estados Unidos y la estructura de poder representada por expresidentes derrotados, deprimidos e insatisfechos con lo que hicieron pero comprometidos a que el modelo elitista de funcionamiento del régimen americano pudiera seguir complementando cuatrienios de gobierno con figuras que no importa lo que digan o a lo que se comprometan, siempre y cuando en sus decisiones solamente consoliden el poder dominante del dólar, de las armas y del régimen capitalista.

Lo que pocos han alcanzado a percibir es que Trump ya se consolidó como un experimentado político del Estado estadounidense, a pesar de su repudio como empresario a los que representaba la autoridad y el Estado. Los actuales funcionarios de su gabinete salieron de la estructura ultraconservadora de los niveles de poder legislativo y de gubernaturas, eludiendo sus errores del pasado cuando quiso rodearse de empresarios experimentados que no pudieron gestionar el funcionamiento del Estado en tanto que su experiencia era justamente contra el Estado.

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Las posiciones clave de Trump son de Trump: el Departamento de Defensa, el Departamento de Estado, el Departamento del Tesoro, el Departamento de Seguridad Interior, la asesoría de seguridad nacional y la dirección de inteligencia nacional están en manos de políticos conservadores republicanos, lo cual desde ahora está preocupando a la clase política porque pudiera estar perfilando una reconstrucción desde sus fundamentos elitistas del Partido Republicano para permanecer en el poder más allá de Trump. Y como proyecto de reorganización del imperio, la propuesta de la Fundación Heritage que no se sabe hasta dónde podrá consolidarse en la reconstrucción de los fundamentos del nuevo Estado imperial, pero que bien pudiera avanzar de manera sustantiva en la conquista de espacios de poder.

El problema que tiene Trump desde ahora, a minutos de haber tomado posesión espectacular de su cargo, radica en procesar el gran obstáculo de su proyecto hacia la historia: una gestión de solo cuatro años porque no podrá reelegirse, aunque pronto comenzará a jugar con la expectativa de tratar de modificar o reinterpretar la Constitución diciendo que en la Carta Magna se habla de periodos continuados y entonces tendría la posibilidad de reelegirse otros cuatro años.

La personalidad de Trump se centra en Trump, sin importar nada más. La selección de su vicepresidente no buscó, como en casos anteriores con otros mandatarios, perfilar a un sucesor, tomando en cuenta que la vicepresidencia es un espacio de entrenamiento del poder. J. D. Vance es un empresario que comenzó de la nada llegando de los Apalaches y construyó negocios y posiciones de poder, pero no representa todavía ninguna propuesta propia de enfoque de Estado y de gobierno, tiene la carga de su juventud y no se ve que Trump esté pensando en él para la candidatura presidencial republicana del 2028.

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En cambio, de entre todos los miembros de su gabinete, Marco Rubio se perfila como la figura más sólida, ideológica, conservadora y militante, pero sería –sin tener datos hasta ahora de lo que estaría pensando Trump– el representante de comunidades migrantes, de la derecha cubana asentada en Miami y por tanto la imagen contradictoria de lo que Trump está radicalizando en la actualidad con su programa de deportación de migrantes.

Como ocurre en todos los regímenes democráticos con temporalidad en el ejercicio del poder, la llegada a la cumbre de una nueva figura de inmediato provoca reacomodos y realineaciones en grupos de poder y partidos que le van disminuyendo margen de maniobra al presidente en turno, lo que ocurre, por cierto, en experiencias no solamente estadounidenses sino latinoamericanas. La fuerte personalidad de Trump aplastó a figuras como la de Nikky Haley, exembajadora de Trump en la ONU, exgobernadora, fuerte precandidata a la presidencia contra Trump y empujada por grupos republicanos a la posibilidad de ser vicepresidenta de Trump, entre algunas de las personalidades que comenzarán a moverse en el espacio político para enfilarse a la lucha por la candidatura presidencial republicana que seguirá a la de Trump.

Por lo pronto, Trump está disfrutando del ejercicio del poder. El voluntarismo excluyente le permitió criticar con severidad y en su cara a los presidentes anteriores que estaban presentes en su ceremonia de toma de posesión e inclusive darle muchos raspones al presidente Biden que entregaba el mando de la oficina oval de la Casa Blanca, cuando la tolerancia política hubiera implicado algún reconocimiento a ellos como parte de los criterios en el ejercicio del Estado.

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Lo que dejó entrever Trump en su ceremonia de toma de posesión no fue una estrategia de grupo o de Estado, sino justamente una expresión personal de su visión de Estados Unidos y del mundo, partiendo del criterio de que el titular de la Oficina Oval en la Casa Blanca es el centro del poder político mundial y que adversarios como China, Rusia, India, Corea del Norte e Irak tendrían que someterse a las reglas del poder del Gobierno entrante.

Las primeras preocupaciones a nivel político están percibiendo a un Donald Trump sin una visión de Estado hegemónico, sino apenas con indicios de ejercicio atrabiliario del poder dictando directrices no negociadas, lanzando amenazas a diestra y siniestra y enarbolando el poder militar-nuclear que le otorga a Estados Unidos la gestión de cuando menos la mitad del planeta.

El problema del Trump que solamente ejercerá el poder absoluto un año contrasta con los tiempos políticos de los mandatarios adversarios que gobiernan sin plazos de tiempo el poder en sus países: Putin, Jinping y Kim Jong-Un no son mandatarios de regímenes democráticos, sino que arribaron el poder y se seguirán manteniendo ahí por la gestión que le ha permitido el modelo comunista, en tanto que Trump de manera inevitable tendrá que entregar la presidencia en enero de 2029 y pasará, como otros expresidentes, a jugar al poder en sus bibliotecas presidenciales, donde tendrá autorización para reproducir la Oficina Oval que le tocó ocupar.

La principal contradicción que está enfrentando Trump lo presenta como un empresario anti-Estado al frente de la gestión gubernamental de un Estado y que formaciones intelectuales y decisiones de poder no coinciden en esos dos universos. Por ejemplo, entonces Trump está tratando de rehacer la hegemonía industrial estadounidense que había perdido con la globalización y el costo de producción interna de sus principales productos, pero sin que esté pensando siquiera de manera teórica en la gran revolución industrial que está requiriendo la crisis productiva del capitalismo y que solo fue deteriorada con mayor profundidad por la globalización productiva sólo en materia descentralización en la producción de partes.

Trump podría estar tomando decisiones de reconstrucción del imperio económico estadounidense como presidente, pero desde la perspectiva de un empresario no competitivo. Regresar las plantas intermedias al territorio americano tendrán que resolver el problema más elemental: los salarios, cuyo costo de producción fue lo que motivó a entrarle con rapidez al tema de la descentralización productiva. La clave de la integración de mercados tuvo el doble sentido de abaratar costos de competitividad con productos entre naciones y aprovechar los mercados de consumo de Canadá y México.

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La agenda en el tema del tratado con México esperaba mayor competitividad salarial para que los productos en Estados Unidos tuvieran el origen de México, pero he aquí que China y Vietnam, con regímenes políticos autoritarios, de control de clase obrera y de salarios castigados, han podido producir artículos más baratos y colocarlos ante el consumidor estadounidense.

Inclusive, el tema de los cárteles de narcotráfico tampoco es tan complicado en la realidad: declarar terroristas a los narcos implica posibilidades de una invasión a otro país, algo impensable en la frontera de EU y México. Pero lo que sí podría Trump es hacer la declaratoria sólo como amenaza y comenzar a perseguir a las células de cárteles dentro de Estados Unidos que tienen su origen en los cárteles mexicanos y que son los que operativamente reciben la droga de contrabando, la distribuyen en los 50 estados de la Unión, la venden al menudeo, lavan las utilidades y desde luego promueven el consumo alto. Pero eso implicaría comenzar a atacar estructuras urbanas locales que hoy están en poder de esos cárteles del narcotráfico dentro del territorio americano y que tienen capacidad armada de respuesta.

Algunos especialistas han especulado las dificultades para hacer operativa en México la declaratoria de narcoterroristas. De un día para otro no se pueden movilizar tropas porque se requería una declaración previa de guerra o un acuerdo con el país anfitrión; en todo caso, Trump pudiera estar buscando un nuevo acuerdo estadounidense más castigador que la Iniciativa Mérida para obligar a México a aceptar una mayor presencia de fuerzas especiales dedicadas a la búsqueda de narcos y mayores, más intensos y con más agentes operaciones de la DEA, sobre todo porque en octubre del 2020 México reformó la ley de seguridad nacional para obligar a esa organización antinarcóticos a registrar operaciones, personas y armas y obligarse a una mayor coordinación con las estructuras mexicanas, aunque con la certeza de la DEA de que estarían penetradas por el crimen organizado.

El tema más delicado de la agenda de Trump con México es el de la recuperación del control de la frontera, de casi 3,200 km, sobre todo porque del lado mexicano hay un abandono institucional y de seguridad y sobran las evidencias que señalan el dominio de la corrupción entre todas las fuerzas mexicanas representadas, aunque del lado estadounidense se tiene considerado por expertos mexicanos que las personas, las drogas, el dinero y las armas cruzan con facilidad porque también hay una corrupción correlativa de autoridades estadounidenses.

La militarización de la frontera ordenada por el presidente Trump solo implica presencia disuasiva, pero no se tienen datos de que existan operaciones especiales para detectar la corrupción de funcionarios americanos, localizar las complicidades con cárteles mexicanos y regresar el Estado de derecho a una zona dominada por lo que se conoce como el Cártel Coyote, es decir, las organizaciones delictivas que se dedican básicamente al tráfico de personas, aunque también comerciando con productos dinero y armas.

Trump tocó el punto más sensible de la seguridad nacional estadounidense: el imperio capitalista más poderoso del mundo está atenazado por México y su corrupción que ahora ha dado la línea fronteriza y por el desdén de los canadienses que en los últimos años también le han entrado al negocio del tráfico clandestino. En reportes de seguridad nacional de Estados Unidos se dice con claridad que la frontera mexicana puede ser cruzada sin problemas por terroristas o enemigos del modelo americano.

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La desidia del presidente Biden al abrir sin control las puertas fronterizas de su flanco sur no ha registrado cruce de terroristas, pero sí de millones de personas que no cruzaron buscando asilo sino empleo y bienestar y que se asentaron de manera irregular en zonas consideradas como santuarios de los derechos humanos de los migrantes. Pero esos sitios fueron abiertos y reconocidos cuando dieron posada a perseguidos políticos y de la violencia en sus respectivos países, y las masas migrantes comenzaron a ocupar espacios territoriales de la comunidad local y ante la falta de empleo formal promovieron la multiplicación del comercio ambulante ilegal, de la prostitución y sobre todo del tráfico de drogas, tomando en cuenta que buena parte de los migrantes habrían sido gestionados por las bandas de narcotraficantes que los hicieron cruzar de a cambio de paga y exigieron que trabajarán en la venta al menudeo de drogas.

En este modelo se entiende la inexplicada iniciativa del presidente Trump de convertir a Canadá en el estado 51 de la Unión americana y a México en el estado 52 y de extender su control sobre el Canal de Panamá, además de comprar Groenlandia. El expansionismo de seguridad nacional trata de buscar zonas intermedias alejadas a lo que serían estrictamente las partes territoriales continentales de la sociedad americana.

En todo este contexto puede entenderse que todo el proyecto de la grandeza de Trump tiene que pasar de manera primaria el control de sus fronteras estratégicas y de sobrevivencia. El racismo antihispano de Trump se explica por la presencia de cerca de la mayoría de las comunidades hispanas en los estados del sur de Estados Unidos, sobre todo en California. A Washington no le preocupa, por ejemplo, que los cubanos se hayan apoderado de Florida y estén avanzando, porque se trata de una comunidad que carece de relación de origen porque La Habana, Cuba, no tiene raíces históricas en territorio estadounidense, en tanto que la comunidad mexicana como dominante entre los hispanos sigue teniendo el arraigo de imponer su cultura dentro del territorio estadounidense. El cálculo a 50 años prevé que los hispanos sean la primera unidad de origen racial dentro del Estado, mucho mayor a la población local y ya está la afroamericana.

El caso es que Trump tomó posesión en una ceremonia fastuosa donde todo se movió en torno a su personalidad y comenzó un corto periodo de Gobierno de cuatro años que no tendrán reelección y que será la principal tragedia personal de Trump.

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