El imperativo debe ser crecer
Carlos Ramírez / Integralia
México debe crecer. Crecer más. Urgentemente. Se le acaba el tiempo ante el inevitable fin del bono demográfico y el acelerado envejecimiento de su población. Sin mayor crecimiento, la prosperidad para la mayor parte de su población seguirá siendo elusiva.
Luego de un sexenio de muy bajo crecimiento económico —el más bajo en 40 años— es claro que el país sigue atrapado en una trampa de baja productividad y bajo crecimiento que perdura desde hace décadas, pero que se agravó en los últimos años. El arribo de un nuevo gobierno ofrece nuevas oportunidades de corregir lo que se ha dejado de hacer o, más aún, lo que se ha hecho mal.
¿Tiene el nuevo gobierno un plan para atacar las razones de nuestro estancamiento secular? Hasta ahora, las señales apuntan a que el gobierno de la presidenta Sheinbaum considera que el bajo crecimiento del país obedece a la falta de intervención estatal en la economía. Por ello, en la visión gubernamental, lo que el país requiere es un gobierno más interventor en la economía, capaz de dirigir y planear el desarrollo económico desde el escritorio en Palacio Nacional, con menos obstáculos y contrapesos para decidir.
Seguramente influido por las experiencias de desarrollo de los países del Este Asiático —Corea del Sur, Taiwán y Singapur— y, más recientemente, China y Vietnam, el gobierno de México apuesta por la idea del “Estado desarrollista” o el “Estado interventor”.
La presidenta anuncia un próximo Plan de Energía, un nuevo Plan de Infraestructura, un Plan de Relocalización, así como un Plan de Digitalización que, dice, serán los más ambiciosos de la historia. En principio, es bienvenido el cambio respecto a la administración anterior que careció en todo momento de planes sectoriales y que, en esencia, se abocó a cumplir los designios del presidente López Obrador.
En la visión dirigista del gobierno de Sheinbaum, sin embargo, subyacen varias contradicciones de fondo que, en mi apreciación, ponen en duda el éxito del “Plan Maestro”. Primero, el financiamiento. El Estado mexicano ha sido, históricamente, un Estado débil. Débil fiscalmente, débil en capacidades, débil en ejecución. Los niveles de recaudación del país son bajos y, peor aún, el sexenio anterior dejó como herencia condiciones muy adversas para la hacienda pública.
Un plan de la envergadura que se promete —y que busca emular experiencias exitosas de países asiáticos— requeriría un impulso de inversión pública sin precedente, así como un fortalecimiento de las capacidades burocráticas del Estado para atajar los crecientes cuellos de botella en infraestructura, energía, capital humano y seguridad física.
Dichos recursos hoy son inexistentes. Peor aún, las presiones de gasto que se avecinan, principalmente derivadas de los programas sociales, sugieren que aun con una reforma fiscal —que, según la presidenta, no se requiere— no habrá muchos más recursos para la inversión.
Lo que lleva al segundo problema: las señales para la inversión privada. Los países exitosos de Asia superaron la trampa del ingreso medio gracias, ciertamente, a una inversión pública sin precedente en capital humano (salud, educación), capital físico (infraestructura) e innovación, pero con la inversión privada como un complemento esencial. Sin ahondar demasiado en las consecuencias que tendrá para el país la disruptiva y peligrosa reforma judicial, es poco claro qué pretende el gobierno de Sheinbaum con reformas como la recientemente aprobada en materia energética, o la que se prevé aprobar en las próximas semanas en torno a la desaparición de los organismos autónomos que regulan la competencia en el país.
La inversión privada requiere certeza en las reglas del juego, a la par de un gobierno que establezca los incentivos adecuados para la competencia en los distintos sectores de la economía. Las reformas recién aprobadas, y por aprobarse, parecen ir exactamente en sentido contrario para lograr aumentar la productividad del país y crear el entorno propicio para inversiones de largo plazo.
El gobierno anticipa que habrá un nuevo modelo de asociación público-privada que facilitará la participación privada en los distintos proyectos del Estado. Sin embargo, se corre el riesgo de que se opte por un modelo de “elegir a los ganadores” mediante mecanismos poco transparentes, ausentes de competencia, que terminará por reproducir los vicios del “capitalismo de cuates” del pasado.
En resumen, el nuevo gobierno de México luce decidido a emprender una ruta de mayor dirigismo sobre la economía. Ojalá tenga éxito. Pero desde ahora queda la duda si el gobierno tiene como prioridad central elevar la productividad del país y, por ende, lograr un mayor crecimiento económico o si los objetivos son más bien de carácter político.