Película rápida del autoritarismo mexicano

Ricardo Becerra

¿Quién lo duda? Los mexicanos estamos atravesando por un pasaje que constituye un punto de inflexión, un descenso hacia un estadio político del que surge -cada vez más aceleradamente- un régimen autoritario.

¿Qué entendemos por “régimen autoritario”? En primer y principal lugar, un gobierno que no respeta ni constitución ni a las leyes, un gobierno que se conduce con ilegalidades, pocas primero pero conforme pasa el tiempo, una multitud. Y esta dinámica comenzó, desde hace seis años -ante la renuncia anticipada del poder de Peña Nieto- con un nuevo presidente electo tomando decisiones sin tener facultades, sin observar procedimientos, sin respetar tiempos y sin tomar en cuenta la opinión de nadie para cancelar las obras en marcha de un enorme aeropuerto. Para mí es una obviedad que el autoritarismo contemporáneo en México se detonó allí y ya incubaba sus principales rasgos.

La cosa viene a cuento porque, creo, es un deber del periodismo documentar y ordenar los acontecimientos que nos han traído hasta este punto, de modo que estemos en condiciones de reconstruir una historia crepuscular que se ha propuesto desmontar y de hecho, sigue desmontando paso a paso, a la democracia mexicana.

La sucesión de acontecimientos puede formularse así: un poder ejecutivo que dividió a su país, polarizándolo incesantemente, un presidente dispuesto a desobedecer las leyes, un conjunto de instituciones de contrapeso que lo contuvieron hasta cierto punto, la puesta en marcha de un partido paralelo que operó una legión de “siervos de la nación” y que entregaron dinero líquido a lo largo y ancho del territorio nacional en nombre del presidente y financiado por recursos públicos, elecciones cada vez más desequilibradas (elecciones de Estado le llaman algunos), mismas que en 2024 dieron paso a una mayoría del 54 por ciento, mayoría que a su vez fue metamorfoseada en ultra mayoría violando la Constitución y que ahora se apresura a derruir al Poder Judicial y a los organismos autónomos de control y protectores de derechos. Tal es, en resumidas cuentas, la película rápida de nuestro descenso autoritario.

La disposición del presidente López Obrador de violar las leyes cuando así le hiciera falta a su política, fue el comienzo y el ejemplo de una cascada de ilegalidad que ha acabado por empapar a la República hasta el día de hoy, cuando de plano los propios legisladores producen leyes sin respeto al procedimiento parlamentario y las más altas autoridades promueven el desacato a resoluciones judiciales.

Por si fuera poco y en tropel, desde otros ámbitos, todos los gobernadores del partido oficial se han apresurado a apoyar la desobediencia a una resolución de una jueza que ordenaba sacar del Diario Oficial una reforma impugnada doscientas veces, de suerte que esos gobernantes promueven explícitamente un desacato general y nacional.

Lo que aparece entonces ya no solo es una colección de pequeñas y medianas crisis constitucionales surgidas entre las brumas de desacatos por aquí y desacatos por allá, sino un bloque que desde dentro del Estado impulsa y perfila, a su vez, una crisis constitucional mayor.

Aun así, no era un destino inevitable: es una elección política. Si la presidencia o desde las gubernaturas se está en desacuerdo con la resolución de los jueces, cuentan con una amplia batería para combatirla dentro del marco institucional y legal vigente… pero no lo hicieron. Les parecen poca cosa, minimizan las facultades del otro poder, el judicial, en nombre del pueblo, desconocen esa y otras sentencias y en esa medida, están anulando en los hechos a la división de poderes que todavía hoy obliga la carta magna.

El quid de la cuestión radica en el hecho de que el régimen autoritario, no está naciendo a partir de las leyes ni de la Constitución, sino que está naciendo por encima de ellas, violentándolas. Es obvio, sí, pero es un hecho que debe ser repetido y documentado.

Imposible anticipar el resultado, pero es bastante claro que las crisis constitucionales, la colección de ilegalidades en acto, han llegado entre procesos marcados por la prisa y la precipitación, y este es otro de sus rasgos definitorios. Hacerlo todo en caliente, sin detenerse, como prueba de que su mayoría todo lo puede, atropellando y sin dar respiro a una oposición arrinconada. De modo que el régimen autoritario está llegando como es, tanto en la forma como en el fondo, sin querer disimular nada.

Lo que el expresidente López Obrador no pudo por casi seis años, por fin lo logró al culminar su mandato, ilegalidades mediante: cambiar la constitución a su antojo, o dicho de otro modo, constitucionalizar su mayoría metiéndola a granel en el poder judicial (lo cual en si mismo es una paradoja, porque el constitucionalismo normalmente intenta contener a las mayorías). La reforma que se debate aún, coloniza al poder judicial por la mayoría presente y por eso choca flagrantemente con el artículo 49 de la Constitución: “El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en Legislativo, Ejecutivo y Judicial. No podrán reunirse dos o más de estos Poderes en una sola persona o corporación”, con la reforma la coalición de Morena anidará en los tres y será comandada por una sola persona.

Así se cincela un nuevo régimen. Con esa reforma, la inconstitucional e ilegal ultra mayoría, se afirma como las únicas personas legítimas para cambiarlo todo. El objetivo es convertirse en poder constituyente permanente, un “poder supremo”, por encina de todo lo demás. El objetivo natural de los autoritarios. Y en ese episodio estamos. Que conste a los historiadores.

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