Cárceles en México, entre el autogobierno y la corrupción
José Réyez
El abandono que crónicamente ha padecido el sistema penitenciario en regímenes priístas y panistas ha puesto en riesgo la seguridad de las cárceles y la gobernabilidad, pues grupos criminales detentan el poder al interior, advierte la antropóloga social Elena Azaola Garrido. Al tiempo, indica, se presentan actos de corrupción
Corrupción, segregación, control del crimen organizado, drogadicción, suicidios, fugas, homicidios, son algunos de los efectos que ha tenido el abandono histórico de las prisiones en México. “Todo ello ha venido a mostrar la fragilidad de las instituciones penitenciarias en su conjunto para hacerle frente a delitos cada vez más serios y complejos, que demandan competencias profesionales”, advierte la doctora en antropología social y psicoanalista Elena Azaola Garrido.
En entrevista, la experta señala que la crisis del sistema penitenciario nacional ha costado la vida de funcionarios y custodios, así como de internos. De estos últimos, indica, además de estar privados de su libertad en virtud de los procesos que enfrentan o las sentencias dictadas por el Poder Judicial, en los hechos, viven bajo el yugo de poderes extralegales, en referencia al llamado autogobierno que reina en algunas de las cárceles.
El 90 por ciento de la población en prisiones es pobre. México ocupa el sexto lugar en población penitenciaria, después de Estados Unidos, China, Rusia, Brasil, Irak; y hay 180 presos por cada 100 mil habitantes y en algunas prisiones el problema es sobrecupo, escasez de custodios, personal y de presupuesto federal o local.
El 44 por ciento de las mujeres están sin sentencias y el 40 por ciento de los hombres no tienen sentencia, pese a que la Constitución dice que en este país no puede haber penas de por vida porque el fin de la pena es la readaptación o la reinserción social. “Ésas son las cosas que tendrían que revisarse en los códigos penales y poner un límite máximo, porque nadie debería recibir una pena mayor”, apunta Azaola Garrido.
De acuerdo con los Cuadernos Penitenciarios –que cada mes publica el Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Readaptación Social, de la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana (SSPC)–, México cuenta con 298 centros penitenciarios: 279 estatales, dos municipales y 17 federales, con una población de 228 mil 530 internos (94.39 por ciento hombres y 5.61 por ciento, mujeres).
En 2022, el 36.1 de la población privada de la libertad tenía entre 30 y 39 años de edad. En la desagregación por sexo, 36.1 por ciento de la población de hombres y 35.8 de la población de mujeres se encuentra en ese rango de edad. Sin embargo, en un rango de 18 a 29 años de edad la población de mujeres es mayor a la de hombres.
Sólo 40 por ciento de las mujeres se encuentra en un penal femenil mientras que el resto se halla interna en establecimientos mixtos, lo que las coloca en una situación de desventaja. De igual modo, mientras que 50 por ciento de las mujeres se encuentran en prisión preventiva, 40 por ciento de los varones se encuentran en esta situación, lo que significa que la justicia es más lenta para las mujeres, indica Azaola Garrido experta en instituciones policiales y penitenciarias y delincuencia juvenil.
Casi 500 niños viven con sus madres en diferentes centros penitenciarios y comparten con ellas las mismas carencias y dificultades. El 87.08 por ciento de la población penitenciaria es del fuero común y 12.92 por ciento del fuero federal.
De acuerdo con la Auditoría Superior de la Federación (ASF), en los centros federales poco más de la mitad de la población interna son reincidentes y sólo 6 por ciento participa en actividades laborales. La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) estima que el consumo de drogas de la población penitenciaria supera el 50 por ciento de los internos.
De acuerdo con la Encuesta Nacional de Población Privada de Libertad del (ENPOL) del Inegi 2021, las cárceles con niveles más altos de corrupción en el país son de Ciudad de México, Estado de México y Puebla.
Otros datos de la misma Encuesta señalan que 32por ciento de la población penitenciaria se siente insegura en el centro donde se encuentra; 25 por ciento aceptó declararse culpable debido a que lo amenazaron y 57 por ciento recibió golpes, tortura o malos tratos al momento de su detención.
El delito principal por el que las personas se hallan en prisión es por daños patrimoniales, como el robo, que representa el 39 por ciento del total de los delitos que se cometen.
En promedio, diariamente muere de manera violenta una persona en los centros penitenciarios del país. Sin embargo, durante los últimos años, también ha habido incidentes violentos con múltiples víctimas; entre ellos: 70 heridos en el penal de La Toma, Veracruz, en 2018. Entre marzo y agosto de 2020 se han registrado 20 incidentes violentos en las prisiones.
Aun cuando existen problemas similares que afectan a la mayoría de los establecimientos penitenciarios, en realidad las circunstancias específicas varían de una entidad a otra ya que cada Estado cuenta con autonomía para operar sus centros penitenciarios.
Ello, a pesar de que a partir de 2016 fue aprobada la Ley Nacional de Ejecución Penal, que paulatinamente ha entrado en vigor en las entidades y debería dar lugar a la creación de normas y protocolos de actuación uniformes para todas las prisiones del país. Mediante esta ley, los jueces de ejecución de la pena tienen atribuciones para recibir quejas de las personas privadas de la libertad y emitir resoluciones para que sus derechos sean respetados en las prisiones.
Esto implica que la ejecución de las sanciones penales deja de ser sólo una responsabilidad de los centros penitenciarios, es decir, del Poder Ejecutivo, y pasa a ser también una responsabilidad del Poder Judicial. Asimismo, es importante hacer notar las diferencias que existen entre las prisiones estatales y las federales.
De manera general podríamos decir que lo que distingue a las primeras es, en muchos casos, la presencia débil e inclusive la ausencia de control por parte del Estado, mientras que en las segundas hay un control excesivo, que no siempre se justifica, por parte del Estado, señala Azaola Garrido, profesora-investigadora del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).
Señala que la falta de control por parte del Estado en los centros estatales queda de manifiesto en las Recomendaciones y diagnósticos de la CNDH, en los que destaca que 60 por ciento de los centros penitenciarios del país se encuentran en mayor o menor medida en manos de grupos criminales, dado que las autoridades carecen de la capacidad para someterlos a su control.
Lo contrario puede decirse respecto de los centros federales. En éstos, la población penitenciaria está halla sometida a un estricto control en el que prevalece el régimen de aislamiento que suele aplicarse en las prisiones de máxima seguridad, no obstante que apenas una mínima parte de la población que albergan estos centros cumple con el perfil para ser sometidos a dicho régimen.
Una de las razones por las que ello ocurre es la falta de personal, ya que el control se facilita al mantener aislados a los internos. Esto, sin tomar en cuenta los severos daños que este régimen es capaz de producir. La mayoría de los problemas que afectan a los centros penitenciarios, así como a las condiciones de vida de las personas privadas de la libertad, son bien conocidos.
Una tercera parte de los centros penitenciarios cuenta con una población que excede su capacidad y que vive en instalaciones con espacios insuficientes y que carecen de mantenimiento. Ello provoca hacinamiento y la falta de todo tipo de servicios, generando condiciones de vida indignas e infrahumanas.
En el país 132 centros penitenciarios tienen una sobrepoblación que excede hasta en 300 por ciento su capacidad. Encabezan la lista Estado de México, Sonora, Puebla, Morelos, Durango, Chihuahua, Coahuila, Durango, Nayarit, Guanajuato y Quintana Roo.
Los servicios más elementales que hacen posible la sobrevivencia, como son la provisión de agua potable, alimentos, servicios de salud y medicinas, son muy escasos y de mala calidad en los establecimientos penitenciarios por lo que la provisión de estos bienes recae en buena parte en las familias, quienes asumen costos y responsabilidades que competen al Estado.
No obstante que la Constitución establece al trabajo, educación, capacitación para el trabajo, cultura y deporte como bases para la reinserción social, sólo una mínima parte de la población penitenciaria tiene acceso a estos derechos. La mayoría asiste a cursos y talleres de todo tipo y se dedica a la elaboración de productos artesanales como una forma de autoempleo que depende de la familia para su venta, así como para la adquisición de las materias primas.
La salud de quienes ingresan a prisión suele verse rápidamente deteriorada. Entre los padecimientos más comunes se encuentran: vértigo, disminución de la capacidad visual y olfativa, pérdida de energía, trastornos digestivos, enfermedades dermatológicas y dentales, así como trastornos auditivos. El riesgo de suicidio y el contagio de enfermedades infecciosas se elevan hasta 10 veces por encima de los que se observan en la población en general.
Hay que añadir los prejuicios, la indiferencia, el abandono y el estigma con el que cargan tanto las personas que han estado en prisión, así como sus familiares, lo que dificulta y compromete sus posibilidades reales de reinserción social.
Centros con participación de la iniciativa privada
Durante el periodo de gobierno de Felipe Calderón (2006–2012), en el marco de la supuesta “guerra contra las drogas” –cuando en la Secretaría de Seguridad Pública estaba en manos de Genaro García Luna, juzgado en Estados Unidos y encontrado culpable de narcotráfico– se consideró que era necesario construir nuevos centros federales para albergar a lo que se suponía sería una creciente población del fuero federal.
De este modo, mientras que al inicio de dicho régimen se contaba con tres centros federales, al final se contaba con 13, y hoy en día hay 17. Para Elena Azaola, ese modelo se caracteriza por la imposición de un régimen de control, de aislamiento y de represión excesivos que resulta violatorio de los derechos de las personas privadas de libertad tanto en términos de nuestras leyes, así como de los tratados internacionales que México ha suscrito en la materia.
Hoy en día, de los 17 centros federales, ocho cuentan con participación de la iniciativa privada y se les denomina CPS, lo que significa que se rigen mediante un contrato de prestación de servicios. Estos centros fueron construidos y son administrados por empresas como ICA, Prodemex, IGA, Tradeco, Carso y Homex. Y ante los sobrecostos, el gobierno federal actual renegoció los contratos para generar ahorros por más de 40 mil millones de pesos.
En esos centros administrados por empresas privadas hay restricciones que impone su diseño arquitectónico. Ello debido a la gran extensión de superficie construida, al número de edificios y a la distancia que hay que recorrer para trasladarse de uno a otro, lo que hace que el régimen y la vida cotidiana tanto del personal como de las personas privadas de libertad, se encuentre, de facto, condicionada por un diseño arquitectónico inapropiado.
“Esto se explica por los muy elevados costos que las compañías constructoras cargaron al erario sin importar que el proyecto no resultara funcional”, aduce.
El régimen de segregación y la “muerte social”.
En los centros federales del país se ha impuesto un régimen conocido como de aislamiento o segregación, que implica que las personas privadas de libertad permanecen durante 22 o 23 horas en sus estancias y sólo se les permite salir durante una o dos horas al día para poder hacer un poco de ejercicio, dentro de un área también estrecha o confinada, cuyas consecuencias provocan en los internos más alienación, hostilidad y, potencialmente, mayor violencia.
La Suprema Corte argumentó que estas prácticas producen la “muerte social” de las personas, urgiendo a que el sistema penitenciario suspendiera su utilización. El concepto de “muerte social” hace referencia a aquellos que están apartados de la sociedad y son considerados muertos por el resto de las personas.
La “muerte social” implica que está presente el estigma y la discriminación que acompañan a cualquier actitud, acción o enfermedad que se aleje de las normas que dicta la sociedad. Las personas sufren la “muerte social” cuando se produce el alejamiento de la sociedad que las declara, de alguna forma, inservibles o invisibles.
En resumen, el régimen de aislamiento termina por destruir a la persona, por deshumanizarla, estaríamos obligados a revisar la aplicación de este régimen en los centros federales de nuestro país. Un régimen de esta naturaleza es, de entrada, incompatible con los fines que nuestra Constitución asigna a la pena; a saber, la reinserción o reintegración de las personas privadas de la libertad a la sociedad, sostiene Azaola Garrido.
“Sería conveniente, por ello, que se revisara este régimen y se adoptara uno que, sin poner en riesgo la seguridad, fuera compatible con nuestras normas ya que, operar al margen de nuestro esquema legal, no ayuda a resolver problemas, sino que, por el contrario, exacerba los conflictos sociales”, estima la socióloga.
El personal penitenciario
El personal que presta sus servicios en los centros penitenciarios realiza una difícil labor: tediosa, arriesgada, que implica altos niveles de estrés y que, a pesar de que se trata de una función crucial para la seguridad del país, es muy poco reconocida y hasta despreciada por la sociedad.
“Ellos mismos saben y resienten esta falta de reconocimiento que no sólo proviene de quienes no conocen las dificultades de su trabajo, sino lamentablemente, también de las propias autoridades de las instituciones que los emplean”, expone Azaola Garrido.
De hecho, dice, las condiciones de vida y de trabajo descritas por el personal técnico y jurídico permiten ver que prevalece es una sensación de falta de reconocimiento tanto hacia los internos, así como una falta de respeto a su dignidad, lo que configura un agravio.
La problemática específica de las mujeres que laboran en los centros penitenciarios se enfrentan a un conjunto de circunstancias que las coloca en desventaja en relación con los varones, lo cual demanda la adopción de horarios de trabajo que tomen en cuenta las responsabilidades familiares de hombres y mujeres y el reconocimiento de la importancia que la vida familiar tiene para el bienestar personal y social; el otorgamiento de permisos especiales para ausentarse del cargo en caso de enfermedad de los hijos u otros dependientes que requieran cuidados especiales.
Recomendaciones
La especialista considera que habría un conjunto de medidas de política pública que podrían contribuir a mejorar la situación de las prisiones: efectuar una revisión a fondo de los Códigos Penales con el fin de asegurar un uso racional y proporcional de las penas, tomando en cuenta un adecuado balance entre costos y beneficios.
Mejorar la infraestructura y evitar el hacinamiento asegurando que en cada dormitorio sólo habite el número de personas para las que fue diseñado; asegurar el abasto de agua y alimentos suficientes y de buena calidad. Diseñar medidas que permitan un control efectivo de actos de corrupción y extorsión. Tomar todas las medidas necesarias para impedir actos de tortura, humillación y malos tratos.
Prohibir el régimen basado en la segregación o aislamiento de los internos, mejorar sustantivamente los servicios de salud que prestan las prisiones y asegurar el abasto de medicamentos, recuperar el control y la gobernabilidad de las prisiones que se hallan en poder de grupos delictivos.
Mejorar el trato, la capacitación y las condiciones de trabajo del personal penitenciario; crear observatorios ciudadanos de los centros penitenciarios e involucrar a las comunidades en la defensa de las condiciones y la calidad de vida de las personas privadas de la libertad, y establecer en los centros penitenciarios un sistema de rendición de cuentas y evaluación de resultados para medir el desempeño de acuerdo con indicadores de cumplimiento de objetivos.