Iglesia católica: de denunciar a narcos a darles trato religioso

Carlos Ramírez

El asesinato de dos sacerdotes jesuitas en una zona apartada de la Sierra tarahumara condujo a la jerarquía católica a un activismo crítico que había permanecido durmiente a lo largo de 38 años: en mayo de 1984, sacerdotes de la corriente de la teología de la liberación denunciaron que el narcotráfico se había instalado en la zona sur de la República ante la pasividad de las autoridades y pese a se trataba de un asunto de seguridad interior del Estado.

La denuncia de los obispos del sur fue publicada como desplegado en varios periódicos de la capital de la República y retomada con preocupación por el columnista Manuel Buendía en Excelsior para alertar que se trataba de un asunto de “seguridad nacional”.

Después de ese pronunciamiento, la iglesia católica pasó a una zona de tolerancia y entendimiento con los cárteles del narcotráfico, como se percibió en Tijuana después del asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo al quedar atrapado entre el grupo de los hermanos Arellano Félix y la organización del Chapo Guzmán.

Investigaciones periodísticas en ese entonces revelaron las relaciones y limosnas jugosas del narco a la iglesia católica, a cambio del perdón de sus pecados. La red de sacerdotes en toda la República se ha convertido en una fuente muy valiosa de información de inteligencia que antes llegaban las autoridades y que después se quedaron en los espacios políticos de la jerarquía.

Las investigaciones del asesinato de los dos sacerdotes jesuitas deberían conducir a un estudio riguroso sobre las relaciones pastorales de la Iglesia con los grupos delictivos, a partir del hecho de que no hay fuente de información más valiosa en términos de inteligencia que el confesionario porque todos los delincuentes se acogen al perdón de Dios a través de sus representantes en la tierra.

La protesta hoy de la Iglesia católica y las comunidades jesuitas llegan a destiempo e ignorando informaciones del pasado. En una columna publicada antes de su asesinato, Buendía recogió en tres párrafos una interpretación de inteligencia y seguridad nacional que la jerarquía eclesiástica y sus representantes olvidaron en los años en que se dio la connivencia iglesia-narco. La denuncia de 1984 de los obispos del pacífico sur estuvo encabezada por Samuel Ruiz García, entonces obispo de San Cristóbal de las Casas, y firmada por sacerdotes de Oaxaca, Tapachula, Tehuantepec, Puerto Escondido, Tuxtepec, Huautla y los Mixes:

“Los nueve dirigentes eclesiásticos coinciden con lo que saben otros observadores. Dicen que en este sucio negocio (el narco) «existe la complicidad, directa o indirecta, de altos funcionarios públicos a nivel estatal y federal».

“Pero principalmente afirman que con el narcotráfico puede quedar comprometida la imagen exterior de México, «si como país, damos cabida a mafias internacionales, que van a terminar por inmiscuirse en nuestros asuntos patrios».

“Esto, el peligro de una «interferencia extranjera», es subrayado por los obispos, que no hacen más que recoger las preocupaciones de sectores sociales: «Tenemos el temor, no infundado, de que en México llegue a suceder lo que en otros países hermanos, donde estas redes de narcotraficantes han llegado a tener influencia política decisiva«.

Para nadie es un secreto saber que los sacerdotes católicos y los representantes de otras religiones que operan en el interior de la República cuentan con información muy precisa sobre la existencia y funcionamiento de las bandas delictivas, pero no han dado vista a las autoridades y en los hechos han mantenido una relación de convivencia justificada por el trato igual a todos los hijos de Dios. Sería importante que la indagatoria pericial tuviera acceso al conocimiento que tenían los sacerdotes jesuitas asesinados sobre las bandas delictivas, si esa información fue entregada a sus superiores y también conocer si la jerarquía católica que hoy se indigna con los asesinatos ha alertado a las autoridades del funcionamiento de bandas criminales que tienen el control político y económico de las regiones abandonadas por las autoridades.

De acuerdo con una investigación del periodista Omar Raúl Martínez, la denuncia de obispos del sur contra las bandas delictivas venía desde los años setenta y se recogieron en cuanto menos 18 cartas pastorales y mensajes que no atendieron las autoridades. Los sacerdotes de la teología de la liberación han sido los únicos que han denunciado la descomposición social del campo mexicano por el crimen organizado y la apatía gubernamental.

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