Las cárceles en México: una crisis estructural de derechos humanos

Mario Luis Fuentes
En medio de la reconfiguración institucional derivada de la reforma al Poder Judicial en México, la situación del sistema penitenciario nacional se erige como uno de los temas más urgentes y desatendidos. Lejos de encarnar un espacio para la reinserción social, las cárceles mexicanas son hoy territorios marcados por el hacinamiento, el autogobierno criminal, la prisión preventiva abusiva y la ausencia de políticas públicas eficaces para la clasificación, el tratamiento y la reincorporación social de las personas privadas de la libertad (PPL). Esta problemática no solo compromete el sistema de justicia penal, sino que refleja una profunda crisis de derechos humanos que bloquea cualquier posibilidad seria de construir un nuevo curso de desarrollo para el país.
Según el informe estadístico de abril de 2025 de la SSPC, la población penitenciaria en México asciende a 244,448 personas, de las cuales el 88.17 % está procesada sin sentencia firme, lo que muestra un uso excesivo de la prisión preventiva. A esta cifra hay que sumarle una sobrepoblación persistente: 112 centros penitenciarios reportan estar sobre su capacidad instalada. En este contexto, el autogobierno -es decir, el control de las prisiones por parte de grupos criminales internos- se ha normalizado como una práctica cotidiana en muchas cárceles estatales.
Lo anterior es un problema tanto en México como en el mundo. En efecto, el informe Global Prison Trends 2024 de la organización Penal Reform International advierte que la combinación entre hacinamiento, crimen organizado y corrupción penitenciaria está socavando los cimientos de la justicia penal en América Latina. Las cárceles no solo fallan en proteger a la sociedad, sino que se convierten en centros de reproducción de violencia y control territorial.

Debe subrayarse que el abuso de la prisión preventiva en México contraviene los principios del derecho internacional y del debido proceso. Esta medida, que debiera ser excepcional, se ha convertido en la regla, especialmente contra personas pobres, indígenas y extranjeras, quienes difícilmente acceden a una defensa adecuada. Por ello preocupa que en los últimos seis años, lejos de llevar a cabo reformas para revertir esa situación, la mayoría legislativa del partido hegemónico determinó ampliar la lista de delitos que ameritan, desde una visión abiertamente punitiva de la sociedad, la prisión preventiva oficiosa.
Este patrón de criminalización refleja una lógica que privilegia el encierro sobre la justicia restaurativa y los mecanismos alternativos. México incumple así el Objetivo 16.3 de la Agenda 2030 de Naciones Unidas, que exige garantizar el acceso a la justicia para todas las personas y construir instituciones eficaces, responsables e inclusivas; y contraviene también los distintos tratados y convenciones que ha signado en materia de derechos humanos; pero al mismo tiempo, se encuentra en rebeldía frente a la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, la cual ha emitido sentencias en las que se exige al Estado mexicano eliminar esa figura de la Constitución.
En ese sentido, es importante decir que el artículo 18 constitucional establece que el sistema penitenciario se organizará sobre la base de la reinserción social, a través del trabajo, la educación, la capacitación, la salud y el deporte. Sin embargo, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ha reconocido que la mayoría de los centros penitenciarios del país carecen de condiciones mínimas para cumplir estos fines. En su cuaderno de jurisprudencia sobre reinserción social, se señala que no existe una política integral que articule los programas estatales, la infraestructura y los presupuestos necesarios para cumplir los mandatos constitucionales.

A ello se suma la falta de clasificación criminológica y psicológica efectiva al interior de los penales mexicanos, tanto en el orden federal como en el fuero común. Personas con distintos perfiles delictivos -desde delitos menores hasta crímenes de alto impacto- comparten espacios, lo que no solo favorece la reincidencia, sino que reproduce el “aprendizaje criminal”. La Suprema Corte ha sostenido frente a ello que, sin condiciones materiales dignas y programas de reinserción personalizados, no es posible cumplir con el objetivo de no volver a delinquir.
El ciclo del encarcelamiento en México está alimentado así por la reincidencia. Diversos estudios estiman que entre el 35 % y el 40 % de quienes egresan de prisión regresan a ella en un plazo de cinco años. De esa forma, a falta de acompañamiento pos penitenciario, de programas de inserción laboral y de políticas de no discriminación hacia personas liberadas, se agrava profundamente esta situación.
Adicionalmente, los sistemas de justicia alternativa y medidas no privativas de la libertad son casi inexistentes o se aplican de forma marginal. Mientras países europeos han avanzado en programas de justicia restaurativa, reparación del daño o medidas cautelares diversas, en México persiste una mentalidad inquisitiva centrada en el encierro, aún cuando en nuestro sistema penal existen más de una decena de medidas alternativas y que podrían ser muy eficaces, en lugar de enviar a prisión a las personas en conflicto con la ley.
La nueva conformación del Poder Judicial tras la reforma constitucional y electoral de 2024 plantea, en ese sentido, una oportunidad y un riesgo. Por un lado, existe la posibilidad de replantear el rol de la justicia constitucional y de fortalecer mecanismos de protección de derechos humanos. Por otro, el riesgo de politización y regresión autoritaria puede llevar a un endurecimiento punitivo que agrave las condiciones carcelarias que ya de por sí son violatorias de principios de derechos humanos.

Es indispensable pues, que el nuevo Poder Judicial coloque en el centro de su agenda los derechos de las personas privadas de la libertad, desde una perspectiva garantista. Esto implica respetar los precedentes constitucionales, como el principio pro persona, y hacer justiciables los derechos al debido proceso, a la salud, a la dignidad y a la reinserción efectiva.
En resumen, es pertinente insistir en que la situación de las prisiones mexicanas no puede desvincularse del deterioro generalizado de los derechos humanos en el país. Las condiciones inhumanas de reclusión, la tortura sistemática, las desapariciones forzadas en contexto carcelario y la impunidad ante las violaciones cometidas al interior de los penales conforman una tragedia silenciada. No se trata solo de un problema de política criminal, sino de una falla estructural del Estado de derecho.
Frente a ello, es necesario un nuevo pacto social que coloque en el centro a las personas, no como objetos del castigo, sino como sujetos de derechos. Superar la crisis del sistema penitenciario no es una tarea técnica o administrativa: es una exigencia moral y política para sentar las bases de un verdadero desarrollo sustentable, justo e incluyente.
Investigador del PUED-UNAM