El rancho de los demonios

Juan Manuel Asai

Designar terroristas a integrantes de bandas del crimen organizado que operan en diversas entidades del país no es suficiente ni exacto. Son demonios que andan sueltos y que han triunfado. Las más altas autoridades del país pedían para ellos, no hace mucho, “Abrazos, no balazos”. Los han dejado hacer y deshacer a su antojo y, cínicos y crueles, llegaron a niveles de holocausto.

Que una nota periodística incluya el término “campo de exterminio” debe generar indignación colectiva y la exigencia de llegar al fondo del asunto. Después de eso no sigue nada. Es el séptimo círculo del infierno, es la loca bestialidad salida de la imaginación de Dante para hacerse realidad en Teuchitlán, en el Rancho Izaguirre, pero no solo ahí.

En días recientes se han publicado notas de campos de exterminio en otras plazas lastimadas. No han sido encontrados por autoridades en el cumplimiento de su deber, como en cualquier otro país, aquí los encuentran colectivos de ciudadanos que se dedican a buscar a sus seres queridos desaparecidos. Ellos y ellas siguen pistas, piden clemencia a los carteles, reciben llamadas anónimas, sudan, lloran, escarban.

Centros de exterminio, fosas clandestinas, madres buscadoras, decenas de miles de desaparecidos, esa es la narrativa de la realidad mexicana. Ojalá que no la normalicemos, que no lo dejemos pasar como si nada, que no miremos para otro lado, que exijamos respuestas, para que no sean nuestros zapatos o las sandalias de un ser querido los que se apilen alrededor de un horno para incinerar cuerpos. El mal existe. La gente buena que guarda silencio es cómplice.

Estamos hoy ante el espectáculo de autoridades echándose la bolita para escurrir responsabilidades. He leído de predios que operan además como centros de reclutamiento forzado para sumar sicarios a la causa de los carteles. Se reporta que los delincuentes publicaban en la presa y otras plataformas anuncios para atraer jóvenes que buscaban una oportunidad de trabajo. ¡Lo publicaban! En México operan docenas de oficinas de inteligencia, algunas de ellas dotadas de artilugios de última generación, y no vieron venir este fenómeno del reclutamiento forzado. No lo vieron y sí lo vieron lo dejaron pasar y se dedicaron a otras cosas más redituables.

Es increíble que no levanten sospechas y den lugar a investigaciones movimientos de hombres armados, mansiones con todos los lujos ubicadas en villorrios paupérrimos, hombres que cierran antros de mala muerte o restaurantes de lujo, docenas de personas que entran a un rancho, pero no salen. Ese tipo de omisiones deriva en el hallazgo macabro de predios donde los demonios andan sueltos y han triunfado.

¿Cómo llegamos a esto? Para que no haya confusiones no es algo nuevo ni se atribuye su responsabilidad a los funcionarios actuales. Es un deterioro de tres lustros. El fondo del asunto es la perniciosa combinación de instituciones frágiles con bandas criminales cada vez más empoderadas que reciben carretadas de dólares por satisfacer el insaciable apetito de drogas de los norteamericanos. Las bandas han diversificado sus actividades hacia la trata de personas, la extorsión, el cobro de piso, el secuestro; o sea, cualquier actividad ilegal que les deje ganancias. Los norteamericanos, para facilitar la labor de sus surtidores de droga, les venden armas poderosísimas y les lavan su dinero sucio en sus circuitos financieros de donde salen rechinando de limpio.

Como en el carrusel de las drogas que consumen los americanos irrumpió el fentanilo, que es un asesino serial, se generó un problema político serio. Donald Trump lo supo leer. Se montó a la ola de indignación para ganar la elección presidencial de Estados Unidos con la oferta de eliminar a los carteles mexicanos. Hay que tomarle la palabra y colaborar para que los borren del mapa. Acaso sea la única forma de borrar de nuestro lenguaje diario, de las notas de prensa, términos como campos de exterminio, fosas clandestinas, madres buscadoras…

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