El destierro. Réquiem por un Estado de derecho

Gabriel Reyes Orona

Para cualquier persona medianamente familiarizada con el derecho mexicano, queda claro que no hay, ni podría haber, facultad que permita a los burócratas decretar el destierro de persona alguna, y menos, en nombre de la paz. El camino hacia la más absurda y aberrante autocracia que se tomó hace algunos años, necesariamente, nos conduce a oscuros episodios que vivimos hace más de 100 años, cuando, el que detentaba el poder, se servía de la ley, llegando al extremo de expulsar sin juicio, y de manera atrabiliaria, a quien no le acomodaba.

También quedó claro hace unos días que aquí se decidió usar a traficantes, con los que evidentemente no se tiene pacto, para defender y ocultar a aquellos con quienes sí se tiene. El grado de cinismo con el que las autoridades se dicen víctimas de aquellos a los que tenían en un calabozo, resulta oprobio que sólo un ignorante puede tolerar, máxime, cuando deliberadamente no se emprende búsqueda, ni mucho menos se hace una cruzada en contra de aquellos que compran elecciones y llenan el bolsillo de los narcopolíticos.

Se piensa que todos los mexicanos viven en la estulticia, la estupidez y la ciega connivencia, al decir que un consejo de seguridad puede dictar tan extrema e inusitada pena, olvidando que la ley que se engoló en conferencia de prensa es terminante, y bien clara, al decir que se trata sólo de un mero órgano deliberativo, esto es, uno que no ejecuta, ni puede hacer suyo el imperio estatal. Al verdadero soberano se le faltó el más elemental respeto, cuando se entregó, a manera de sacrificio humano, a sujetos que difícilmente pueden ser considerados amenaza vigente.

No, no es una exageración, bien se sabe que ellos pueden quedar sujetos a la pena capital, y, si bien, los cuatroteros no son los que hundirán el puñal en el pecho, el resultado es el mismo, se ofrenda la vida de seres humanos, para calmar los ánimos de aquel a quien se teme. Tan primitivo proceder, no es materia de halago o reconocimiento, y sí, de profunda preocupación, porque nos deja más que claro que ya no existe el orden constitucional y que vivimos en la barbarie.

Nadie defiende las conductas por las que fueron juzgados y sentenciados, pero es imposible dejar de advertir la arrogancia y soberbia con la que, cobardemente, se pretende eludir un problema que no tiene otro origen que un impresentable, y hasta ahora, inconfesado, acuerdo con el crimen organizado, con el cual, los que tienen el pandero, se apoderaron a la mala de las instituciones públicas, sí, lo lograron mediante la perversión de los procesos comiciales. Así, han colocado a lo peor de la sociedad, en altas posiciones públicas.

Nada más ridículo, falso e inaceptable que los procesos electorales en México. Siempre fueron medio para simular y aparentar, disfrazando de democracia lo que nunca fue. La limpieza electoral mexicana no ha sido sino una farsa, un lamentable abuso de las formas legales para vestir al mejor postor de una legitimidad irreal, victorias comiciales que no son sino producto de mañas, artificios y trafique descarado de voluntades, cuando no, resultado de amagos, intimidación y manipulación de urnas o actas.

Fue cuestión de tiempo, el que los cárteles se apoderaran de la maquinaria que fabrica gobernadores, diputados, senadores, y hasta presidentes. Los narcofraudes que ostensiblemente vivimos desde el 2018, sólo sustituyeron las maquinadas votaciones que armaron los otrora partidos dominantes. Los anteriores estaban tan ocupados desfalcando el erario, que no vieron cómo, ni cuando, se armó un imbatible trabuco por parte del crimen organizado. Si se trata de comprar a billetazos una apariencia de legitimidad, es palmario que los capos tienen repletas las alforjas, asunto que si bien, le tomó años entender al tabasqueño, con el tiempo, hasta le vino como anillo al dedo.

Siglos atrás, en 1519, los tiranos que hacían guerras floridas y se declaraban divinos dueños de vida y hacienda de pueblos y comunidades, asumiendo que los habitantes tenían como destino el mantener sus excesos, frivolidades y ambición, vieron venir de fuera a un sujeto que no sólo no les rendía tributo, sino que veía en ellos a quienes fácilmente le entregarían el mando, abriendo la puerta de la riqueza nacional.

Sí, cuando Moctezuma, rodeado de sus incondicionales, que tenían tanto miedo o más que él, decidieron mandar ofrendas a la costa de lo que hoy llamamos Veracruz, pensaron así colmar la ambición del extremeño, pero fue todo lo contrario, éste entendió que no debía detener su marcha, sino apresurarla, y que todo lo que le entregaran no sería sino el sumiso tributo de quien dominaba a quienes, adormecidos por una irracional ideología, vivían sometidos. Decidió tomar lo que le dieran como anticipo. La ofrenda hecha por la Ejecutiva Federal la semana pasada, escondiendo la mano, no puede sino recordarnos tal evento, obligándonos a repasar nuestra historia.

Al usar como pretexto a los sometidos jueces, diciendo que estos son funcionarios que podrían liberar a quienes estuvieron, hasta décadas, a la sombra, queda claro que es la desesperación la que ha hecho presa de quien ya cayó en cuenta de que su desempeño, e incluso, su llegada al poder, no pasa la prueba de la risa. Hoy, los morenistas todavía se apeñuscan, haciendo del miedo factor aglutinador, pero, con el tiempo, serán ellos los que se acusen unos a otros, buscando salvar el pellejo. Veremos un penoso espectáculo, videos, audios y textos que unos guardaron para protegerse de otros, añejo vicio que hace de la extorsión, manto encubridor en el lodazal de los partidos.

Apoltronado en el descaro que invade a esos que se asumen indebidamente con derecho al puesto, sin tener méritos o logros que les acredite, siendo la plaza ocupada mera consecuencia de una añeja complicidad, es fácil pensar que los demás somos sacrificables, y que toda medida que se tome en nombre de la democracia o de la soberanía resulta admisible, aunque el triunfo no sea producto de la primera, ni se tenga idea de lo que es lo segundo. Así pensó aquel gobernador de San Luis Potosí, a quien fácil se le hizo tomar a un opositor recluido, perdonándole el pecado de haberse alzado en su contra. Lo liberó, ello, a condición de que abandonara el país para siempre, sin juicio, ni excusa.

Pocos son los mexicanos que recuerdan que antes de que entrara en vigor la Ley de Amparo, hubo que aplicar de manera directa la Constitución, para evitar que los funcionarios públicos pudieran usar el destierro para medrar en favor de sus ruines intereses, particularmente, los políticos. En ese entonces, en la Corte había ministros con nombre, talento y prestigio, que pusieron la ley por encima de las miserias humanas, fue hasta entonces, cuando realmente surgió el estado de derecho mexicano. Nadie defendió la conducta del desterrado, sólo se hizo saber a la alta burocracia que el poder lo tienen prestado en favor de los demás, estando a su cargo el proteger, defender y tutelar los que eventualmente fueron denominados derechos fundamentales.

Destierro, y ningún otro nombre, es el que corresponde a la inconstitucional e inconvencional expulsión de mexicanos, a quienes se les ha prometido la muerte. Hoy doblan las campanas por ellos, mañana lo harán por sus verdugos. Ningún precepto constitucional permite tal acción, ya que la esencia de ésta es la de ser valladar y obstáculo para los abusos de quien tiene prestada la calidad de autoridad. La Carta Fundamental consagra la obligada defensa de los derechos de las personas, en contra del poderoso, particularmente, de aquel que no entiende que se le entregan bártulos para servir, y no para servirse de ellos.

Resulta afrenta y oprobio que quienes entregaron la soberanía, ahora se escondan detrás de ella, para aferrarse a los privilegios y prebendas obtenidos en las más sucias elecciones de las que se tenga memoria. Sí, la soberanía entraña que no exista otro poder mayor, o por encima, de quien ha sido elegido para administrar los bienes públicos en favor de la comunidad y del interés social, es aquella que mercaron y cambiaron por una banda presidencial y el poder decidir avasalladoramente en las cámaras que integran el congreso, el cual, lejos está de ser una potestad respetable, es la más despreciable y mísera expresión de esa baja pasión que se conoce como política.

Sí, la vendieron, la entregaron a quienes hoy realmente controlan y dominan los destinos de los mexicanos. Ya no la representan, ni son guardianes de ella, la entregaron a cambio de actas ganadoras. No es válido que usen como escudo a los mexicanos, comprometiendo su futuro, a modo de afianzar lo que por malas artes se agandallaron. El crimen organizado no tiene fronteras, ni le limitan en su acción, por lo que ellas no pueden ser el escondrijo que permita su perpetuación. En ese combate, todos blandimos el arma, sin distingo de banderas. Quien a ello se oponga, ha elegido bando. Si alguien vulneró la soberanía fue quien decidió abrazar incondicionalmente a los delincuentes, entregando lo que no era suyo, la tranquilidad de los mexicanos.

El arrinconamiento es lo único que puede hacerles decir temerariamente que el regreso del destierro es un logro o un beneficio para la ciudadanía. Su actuar, pensaron, lograría consensos y hasta aplausos, por haberse desplegado rabiosa conducta en contra de quienes tienen lastimosas deudas con la sociedad, pero, tarde o temprano, del más ignorante, al más preparado, quedará claro que tal acción no es permisible, y resulta hasta punible. ¿Hasta cuándo seguirán abusando del poder público para amagar, amenazar, recluir, confiscar, congelar, perseguir, y, ahora, desterrar?

Hay quienes creen que su llegada a la silla es producto de las urnas, hay quienes no, me incluyo en éstos. Pero, haiga sido como haiga sido, se quedaron en nombre del respeto a la legalidad, sí, esa de la que todos los días hacen escarnio. Ahora, que la justicia se importa de otras jurisdicciones, porque la de aquí la estrangularon hasta la muerte, no deben buscar, en quienes ven como siervos, la férrea defensa que puede brindar una sólida sociedad que vive y prospera en la justicia.

Aborregar ciudadanos en el Zócalo sólo es faltarles el respeto. Es masificar mañosamente un pírrico apoyo que nada resolverá, haciendo patente que los ven como meros vasallos. Es convertir la plaza pública en circo romano, donde el tirano exige ser aclamado. Incapaz de gobernar, exige aplausos por prodigar espectáculo, si, han decidido a emular a Nerón, quien pedía paciencia en medio del incendio. Es hora de que, quienes nos trajeron a esta penosa situación, se miren como lo que son, empleados de un poder perverso que los compró y los puso donde los necesitaba. Más, ahora que todo parece indicar, compartirán su destino.

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