Un alegato por la libertad de expresión

Pablo Cabañas Díaz

Cuando una república empieza a mostrar signos de desgaste, la palabra se convierte en una forma de defensa.

En México, donde la democracia a veces parece un acto vacío, decir lo que se piensa es todavía un gesto de resistencia.

Por eso cobra fuerza la palabra “república” que viene del latín res publica, que significa “la cosa pública”, lo que es de todos.

Pero cuando lo público se vuelve propiedad de unos cuantos, hablar se transforma en un riesgo. Lo supo Sócrates, que fue condenado por incomodar con sus preguntas.

Y lo ha aprendido también la historia mexicana, escrita más de una vez con la sangre de periodistas que decidieron no callar.

En fechas recientes, la jueza de control Guadalupe Martínez Taboada dictó auto de vinculación a proceso contra el periodista Jorge González, y le impuso —como si el Estado administrara la verdad— una multa de dos millones de pesos. No conforme con ello, decretó la prohibición de ejercer el periodismo por dos años, como si escribir, documentar y disentir fueran delitos tipificados en el código penal de un régimen absolutista.

No se le acusa de fraude, ni de corrupción, ni de incitación a la violencia. Su falta —si cabe la ironía— es haber pertenecido, años atrás, a un medio que puede ser cuestionable, pero que incomoda a la titular del poder ejecutivo en Campeche.

Su jubilación, documentada desde 2016, no fue suficiente para disuadir la voluntad de escarmiento. Tal hecho no es anecdótico, es sintomático.

Cuando el poder reemplaza la razón con la consigna, y la justicia con la revancha, no asistimos a un error procesal: presenciamos el desmantelamiento gradual del Estado de derecho.

Hoy se llama Jorge González. Ayer se llamó Rubén Espinosa —fotoperiodista asesinado en 2015 tras huir de Veracruz—. Mañana, ¿quién? No se trata de una conjetura.

Es ya una metodología: convertir al periodista en imputado, al disidente en sospechoso, al ciudadano pensante en blanco móvil del castigo legal. México conoce bien este libreto.

En 1968, Gustavo Díaz Ordaz ordenó la censura sistemática de la prensa tras la masacre de Tlatelolco, reduciéndola a un eco triste del boletín oficial.

En 1976, Luis Echeverría expulsó de Excélsior a Julio Scherer, dando origen al semanario Proceso, que en esa época fue una de las pocas luces en un firmamento oscurecido por la propaganda.

José López Portillo, en los años ochenta, sentenció: “No pago para que me peguen”, y retiró la publicidad oficial a quien no se sometía.

José Gutiérrez Vivó, en los noventa, padeció el acoso fiscal y el ahogo presupuestario por negarse a domesticar su micrófono. Los métodos varían; el impulso autoritario permanece.

No se trata ya de cerrar redacciones, sino de prohibir el ejercicio mismo del periodismo con sentencias que ofenden la razón jurídica y la memoria democrática.

La figura de Layda Sansores, antigua opositora del viejo régimen ha devenido en símbolo de una izquierda extraviada, que ha confundido el poder con la verdad, la crítica con la traición, el disenso con el crimen.

Su entorno ha construido una lógica inquisitorial: quien cuestiona, atenta; quien incomoda, agrede.

La sanción impuesta a Jorge González —desmesurada, infundada y peligrosamente simbólica— no busca justicia, sino advertencia.

Y en esa advertencia late una pregunta mayor: ¿cuántas voces más deberán ser silenciadas antes de que la sociedad comprenda que se juega su derecho a saber, su derecho a hablar, su derecho a ser?

Las cifras estremecen: en los últimos cinco años, han sido asesinados al menos 52 periodistas en México.

Cada uno de ellos representa no sólo una tragedia individual, sino una derrota nacional.

Un golpe a la democracia que no sangra en votos, sino en verdades que ya no serán contadas.

Cada crimen, cada amenaza, cada prohibición judicial es una grieta más en la arquitectura de nuestras libertades.

Recordemos a Francisco Zarco, quien en el Congreso Constituyente de 1857 definió a la libertad de expresión como “la más preciosa de las garantías del ciudadano”.

Sin prensa crítica, sin periodistas incómodos, el poder se torna opaco, mesiánico, inmune a la razón.

El viejo axioma del absolutismo —“El Estado soy yo”— encuentra nueva vida en cada mordaza disfrazada de expediente judicial.

Los jueces que hoy dictan sentencias contra la libre expresión no están aplicando la ley; están participando, voluntaria o inconscientemente, en una regresión autoritaria.

Y no hay Constitución que se salve cuando sus intérpretes se convierten en ejecutores del miedo.

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