Siguiente jugada de la 4T: El control de las fiscalías

Alfredo González
Superada –aunque no sin tropiezos– la aduana de la reforma al Poder Judicial y el proceso para elegir a las nuevas personas juzgadoras, el gobierno de la llamada 4T ya apunta hacia su siguiente objetivo: las fiscalías generales de justicia de los estados.
La narrativa oficial insiste en que no se pretende vulnerar su autonomía. Pero los indicios y movimientos sugieren lo contrario. En el tintero del oficialismo ya se bosqueja una reforma que modificaría desde su operación interna hasta los mecanismos para designar a sus titulares y los periodos en los que ejercen el cargo.
En el fondo, se trata de alinear –o al menos coordinar más estrechamente– la procuración de justicia con la nueva arquitectura judicial que impulsa el lopezobradorismo tardío.
Y no es una ocurrencia: los ministerios públicos, dependientes de las fiscalías, se han convertido en un auténtico cuello de botella para la justicia. Ahí se acumulan trabas burocráticas, carpetas mal integradas y el rezago que alimenta a diario el monstruo de la impunidad.
No hay todavía un proyecto con respaldo generalizado. La propia presidenta Claudia Sheinbaum se encargó de desmarcarse del borrador del senador Waldo Fernández, quien planteaba que las fiscalías volvieran a depender de los gobernadores.
Aunque el legislador aseguró que su iniciativa contaba con el aval de los aliados –PT y PVEM–, el líder de Morena en San Lázaro, Ricardo Monreal, salió al paso para desmentirlo. Su gesto, más que firmeza, pareció una cortesía hacia Palacio Nacional.
La idea de meter mano en las fiscalías no es nueva. Viene gestándose desde el sexenio de López Obrador, donde la desconfianza hacia estos órganos fue creciendo al ritmo de los escándalos locales.
Casos sobran: en Morelos, Tamaulipas, Guanajuato, Veracruz, Nuevo León, Jalisco o Sinaloa, las fiscalías se han visto envueltas en controversias, ya sea por su evidente sesgo político o por su ineficacia para resolver los delitos que más lastiman a la ciudadanía.
Sheinbaum insiste en que no busca controlar a las fiscalías, pero admite que es necesario “sacudir sus estructuras”, revisar sus modelos de operación y replantear cómo se elige a sus titulares.
Lo que no dijo –pero han repetido varios morenistas, e incluso el propio AMLO– es que el actual diseño de las fiscalías ha generado conflictos políticos, parálisis operativa y una notoria falta de resultados. En estados como Nuevo León, por ejemplo, la disputa por su control, encabezada por Samuel García, ha derivado en un estancamiento absoluto.
A eso se suma un rezago: miles de carpetas se acumulan sin avance, mientras que los procesos judiciales se atascan en una maraña burocrática, falta de recursos y omisiones. El resultado: una justicia inalcanzable, lejana, y una impunidad que erosiona en extremo la confianza ciudadana.
Más allá de los jaloneos legislativos y los intentos de madruguete de algunos, lo que el país enfrenta es una urgencia sistémica: así como se abrió el debate sobre el Poder Judicial, se impone una revisión a fondo de las fiscalías. Razones no faltan.
Lo que está en juego no es menor: es la justicia cotidiana, la que debe responderle al ciudadano de a pie, no a los intereses del poder.
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La decisión del gobierno para que el Infonavit, de Octavio Romero, pueda legalizar casas invadidas o irregularidades generó un rechazo generalizado en diversos sectores.
A falta de una explicación convincente, crece la idea de que la propuesta es un agravio a la propiedad privada y el gobierno “busca legalizar lo ilegal” y, que de una u otra forma, se “premiará” a los invasores, a grupos del crimen organizado, a sindicatos charros y mafias de abogados y notarios coludidos.
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Y como dice el filósofo… Nomeacuerdo: “La impunidad tiene fuero. Y a veces, oficina con placa de fiscal”.